Parecido poco razonable

ABC 02/08/13
DAVID GISTAU

Para presentarse a un concurso de imitadores de Mandela, a Otegui le faltaría todavía acreditar más de veinte años en prisión

Una frase escrita sobre la arena de una playa surafricana me ha traído el recuerdo de una de las campañas de imagen más indecentes de las que haya recuerdo. Me refiero a la que trata de equiparar a Otegui con Nelson Mandela, como si el mero frotamiento con uno de los grandes personajes universales que dio el siglo XX tuviera poderes curativos y pudiera redimir un historial criminal que, por añadidura, es también el del terrorismo etarra. La idea, que incluso ha favorecido la creación de pulseras que emulan las del número de presidiario que identificaba a Madiba en Robben Island, va pareja con la estrategia de blanqueo encomendada a Amaiur, coalición cuyos diputados en Madrid son una vanguardia de la normalidad impostada. Tanto, que los rapsodas de la equidistancia en el dolor les permitieron ocupar el centro político, del que fueron desplazados aquellos reticentes al cierre en falso del terrorismo que, por comparación, debían pasar por los nuevos radicales.
Sin duda, la de Mandela es una figura abrumadora que sólo puede aportar beneficios a quienes se acojan a sagrado en su similitud. La tentación de aceptársela a Otegui ha sido demasiado fuerte para quienes, por fatiga, pretendían abandonar sin problemas de conciencia aquella lucha civil que se volvió colectiva después del asesinato de Miguel Ángel Blanco. Supone un fraude gigantesco para el esfuerzo por hacer pedagogía democrática durante más de treinta años, porque si se le acepta a Otegui el absurdo de ese vínculo, automáticamente se acepta también que el Estado español fue autor de un agravio tan aberrante como el Apartheid. Toda la razón moral de estas décadas se evaporaría con la mera insinuación de que ése es el relato real, el que justifica los atentados, el que ubica la culpa en un ámbito que nos alude a todos.
Quiero pensar que esa propaganda no tiene ninguna posibilidad de prosperar en los circuitos internos de nuestra sociedad, a pesar de cierto afán de terminar como sea, aun a costa de ciertos abandonos. Pero temo que no sea tan ineficaz en lo que concierne a las apariencias proyectadas al exterior. El falso prestigio antifranquista de ETA, que en los años setenta propició confusiones y simpatías siniestras en buena parte de la intelectualidad de izquierda española, no está del todo desterrado en algunos foros internacionales donde todavía existe la predisposición a otorgar a una banda criminal la romántica aureola guerrillera. Como si ETA fuera una reminiscencia del Che. Como si en verdad aquí hubiera un choque de legitimidades, igualadas en el daño infligido, que justificara la intervención de aspirantes profesionales al Nobel de la Paz. La conferencia de Ayete fue una advertencia de todo esto, y uno, en sus viajes, se ha visto obligado a explicar evidencias a personas que, aun estando bien informadas, vislumbraban en el Norte español un remedo de Sierra Maestra, con la misma fotogenia de barbudos. Que nos quieran hacer pasar tanta violencia por una causa universalmente noble como la de Mandela resulta ridículo, pero sólo hasta que uno comienza a detectar gurús de la paz que compran la mercancía y trazan con Otegui el retrato de un preso de conciencia que merece una pulsera vindicativa. Mientras anhelamos que España jamás renuncie a librar la pelea del relato histórico, recordamos a sus grupies que, para presentarse a un concurso de imitadores de Mandela, a Otegui le faltaría todavía acreditar más de veinte años en prisión.