Ignacio Camacho-ABC
- El reto de la sociedad política y civil en esta nueva etapa consiste en evitar que la posnormalidad desemboque en una posdemocracia, una deconstrucción de las estructuras institucionales clásicas que conduzca a una forma de gobernanza autoritaria ya esbozada en los meses bajo estado de alarma
En el país que nos gustaría -y que quizá no merecemos-, el Gobierno y la oposición estarían negociando una reforma legal válida para contener los rebrotes víricos sin necesidad del estado de alarma. En el país que tenemos, y que tal vez merezcamos, los portavoces oficiales dedican las sesiones parlamentarias a insultar a los adversarios negándoles legitimidad democrática. En el país que deseamos, el ministro Illa -más educado que competente, pero de buena voluntad contrastada- y Ana Pastor alcanzarían en una semana un acuerdo para manejar sin conflictos cualquier repunte de la emergencia sanitaria. En el país donde realmente vivimos, el vicepresidente se finge víctima de una trama de cloacas policiales mientras la Fiscalía lo ampara ante el juez que
ha descubierto la trampa. Los dos países se llaman España pero uno es el que debería ser y otro el que refleja su triste realidad cotidiana.
Para que la llamada «nueva normalidad» se diferencie en algo de la vieja la vida política de la nación debe abandonar la dialéctica de bandos y centrarse en un marco de convivencia. No ocurrirá porque el proyecto de poder de Sánchez está basado en el aislamiento de la derecha, en un esquema de confrontación que considera su seguro de supervivencia. Podrá acceder a algún pactito a escala reducida, puntual, que tranquilice formalmente a las élites económicas y sobre todo a las instituciones europeas, sin cuya ayuda no hay recuperación posible ni fondos con los que la coalición gubernamental pueda sostener su clientela; y aun así, para que esto suceda necesitará -como estos días en las conclusiones de la comisión de reconstrucción- vencer la resistencia de Pablo Iglesias. Pero de ninguna manera va a acceder a cambiar la correlación de fuerzas. La legislatura está planteada sobre un bloque de izquierdas y el presidente no modificará esa estrategia ni siquiera para reconducir la crisis que deja la pandemia. Como en todos los asuntos, a Moncloa no le importa tanto el contenido de los pactos como su apariencia, un maquillaje formal que sugiera la idea de que puede mantener diversas líneas de interlocución abiertas.
Para el Partido Popular, la colaboración con el Gabinete representa el peligro de una hoja de doble filo. La defensa del consenso es parte esencial de su discurso político, pero la falta de fiabilidad es la característica más conocida del sanchismo y la presencia de Podemos complica cualquier aproximación al Ejecutivo. Las encuestas post-confinamiento otorgan al PP un estirón típico de los momentos de zozobra en que el electorado se inclina por marcas de valor fijo, de modo que no le conviene dilapidar esa expectativa negándose a firmar compromisos. Vox, en cambio, puede permitírselo; no le importa coincidir en algunas votaciones con los separatistas y hasta con Bildu mientras pueda mantener su referencia de oposición frontal contra la hegemonía del autodenominado progresismo. Su intenso activismo en la pandemia le ha rendido poco beneficio pero está cómodo ocupando cualquier espacio de antagonismo que le dejen vacío. Ciudadanos, por su parte, ya ha decidido iniciar un ensayo cooperativo que refuerce su imagen de fuerza de interposición en conflictos trincherizos. Casado tiene, pues, que moverse con cautela en un desafío que puede dejarlo al pairo en cuanto la predisposición componedora de Sánchez se disipe como un espejismo. Su acercamiento negociador requiere el tacto y la prudencia de un encaje fino.
La prueba clave de esta etapa será la actitud del Gobierno ante el mando descentralizado con que las autonomías tendrán que afrontar el control del coronavirus en los difíciles meses de verano. No es descartable en absoluto que, escocido por el impacto en la opinión pública de sus fallos, el presidente sienta la tentación revanchista de mutualizar los posibles fracasos dejando que las comunidades ejerzan en solitario las competencias de salud que tanto reclamaron, para luego postularse como solución aclamatoria que refuerce su liderazgo. La posibilidad de devolver al PP -que gobierna las principales regiones- sus críticas por el reciente caos es una tentación al alcance de la mano, tal vez el verdadero plan B oculto en un decreto que deja demasiados flecos sueltos en el terreno sanitario. Por eso la gestión de esta zona gris de poderes fragmentarios se revela como la piedra de toque para comprobar si existe sentido de Estado. Es urgente encontrar la herramienta legal que permita actuar con celeridad y determinación para atajar, de forma conjunta entre las instituciones autonómicas y el Ministerio, los eventuales casos susceptibles de provocar otra dispersión masiva del contagio.
Más que «nueva normalidad», expresión tomada de la China de Hu Jintao que entraña en sí misma un oxímoron, debería ser «posnormalidad» -nombre sugerido por un lector de ABC- el nombre de esta nueva fase en la que todos los actores de la escena pública han de comprender que nada volverá en mucho tiempo a ser como antes. Ni la agenda del Gobierno admite la continuidad de sus prioridades -por mucho que se empeñen en ello los independentistas catalanes- ni la oposición puede seguir agarrada a sus presupuestos iniciales negándose a admitir que a este mandato le quedan tres o cuatro años por delante. Será un pulso largo en el que vencerá el que mejor sepa adaptarse a la fragilidad de una crisis de proporciones incalculables; un período de incertidumbre en el que nadie debe minusvalorar la capacidad maniobrera, desprendida de todo principio convencional, que tiene contrastada Sánchez.
El reto del centro y la derecha consiste en evitar que la posnormalidad desemboque en una posdemocracia, un sistema de poder que desvirtúe su legitimidad de origen para transformarse en una forma de gobernanza autoritaria que ya quedó esbozada en los meses bajo estado de alarma. Una deconstrucción caudillista de las estructuras democráticas en la que la propaganda sustituya al debate, el clientelismo a la autonomía civil y la impostura a la confianza. Una refundación política destinada a suprimir de facto la alternancia agitando, si fuese necesario, las turbias aguas de las alcantarillas subterráneas.