El Correo-JOSÉ R. GARITAGOITIA Doctor en Ciencias Políticas y en Derecho Internacional Público
Su planteamiento implica el respeto a todos los ciudadanos, cualesquiera que sean sus convicciones filosóficas y religiosas, a la vez que les invita a un compromiso con el bien común, dentro de las leyes de la República
Desde su elección hace algo más de un año, Emmanuel Macron –el presidente más joven de la V República Francesa– ha tratado de hacer pedagogía sobre sus propuestas y decisiones. Es el caso de la reciente llamada de atención a un joven, conminándole a tratar con el debido respeto al jefe del Estado; la fijación del límite de velocidad a 80 kilómetros por hora en algunas carreteras y la supresión de ciertas líneas ferroviarias, penalizadas en las encuestas; su actitud de firmeza ante los huelguistas y estudiantes, apoyada por los ciudadanos; o la prohibición de móviles en los colegios hasta los 15 años. La opinión pública se ha visto igualmente agitada por la iniciativa para una coexistencia pacífica del Islam, segunda religión en Francia, con los valores de la República. La propuesta sobre una «laicidad abierta» ha suscitado también opiniones encontradas entre quienes aplauden el enfoque del presidente Macron y los que perciben en sus palabras un ataque al principio de laicidad que distingue a Francia.
El principio de separación entre las iglesias y el Estado, consagrado en la Ley de 1905, está siempre latente en la sociedad francesa. El discurso del mandatario a la Conferencia Episcopal lo ha situado en primer plano. Sugiere un modo abierto de entender la cuestión: «la laicidad no tiene como función negar lo espiritual en nombre de lo temporal, ni desenraizar de nuestras sociedades la parte sagrada que nutre tanto a nuestros conciudadanos». En una sociedad pluralista, el principio de laicidad es una buena vía para avanzar si se entiende como ‘distinción’ entre los planos político y religioso, y no como ‘ignorancia’ ni ‘exclusión’.
El término ‘laicidad’ tiene dos posibles enfoques, que llevan a conclusiones distintas. De un lado ‘laicidad política’: significa que el Estado no profesa ninguna verdad en materia religiosa. Se impone a sí mismo una obligación de neutralidad e imparcialidad respecto de todas las convicciones. Asume el compromiso de respetar la libertad de pensamiento, conciencia y religión (también la de los ateos), y tratar a todos los ciudadanos con igualdad. Así entendido, el principio de laicidad implica la no intervención recíproca: el Estado no es competente para definir el contenido de la religión, ni la organización de las iglesias, y estas no deben intervenir en cuanto es competente el Estado. Pero no significa que en el Estado laico la religión deba quedar relegada a la esfera privada (de las conciencias, el círculo familiar, etc.).
La neutralidad asumida del Estado laico tiene como fin garantizar en el espacio público la libertad de expresión, conciencia y religión de todos los ciudadanos, sin excepción. Son derechos fundamentales amparados, entre otros textos, por el Convenio Europeo de Derechos Humanos (art. 9) y la Carta de Derechos Fundamentales de la Unión Europea.
El concepto de la ‘laicidad filosófica’ es diferente. Es el ideario de una corriente que persigue implantar una sociedad regida por los principios de libre examen y la emancipación individual, rechazando toda autoridad moral o religiosa. No es una opción neutra, ni pretende serlo: tiende a la transformación de la sociedad. En el espacio público es distinto mantener una actitud ‘neutral’ (laicidad) que optar por la acción ‘neutralizadora’ del mismo (laicismo).
La ‘laicidad abierta’ de Emmanuel Macron sugiere una manera de entender el principio republicano como distinción entre el Estado y las iglesias, sin excluir un diálogo que favorezca el desarrollo integral de la persona y la armonía de la sociedad. «Mi papel es asegurar que cada ciudadano tenga la libertad absoluta de creer o no creer, pero le pediré de la misma manera, y siempre, que respete absolutamente y sin excepción alguna todas las leyes de la República».
«Si tuviera que resumir mi punto de vista –dijo el presidente Macron–, diría que una Iglesia que pretendiera desinteresarse de los asuntos temporales no cumpliría su misión, y un presidente de la República que pretendiera desinteresarse de la Iglesia y de los católicos faltaría a su deber». La propuesta del presidente implica el respeto a todos los ciudadanos –cualesquiera que sean sus convicciones filosóficas y religiosas, de las que sacan inspiración para contribuir al debate público–, a la vez que les invita a un compromiso con el bien común, dentro de las leyes de la República.