Ignacio Varela-El Confidencial
- Si PSOE y PP pensaran que este esperpento puede costarles dos millones de votos, los órganos constitucionales estarían renovados hace mucho tiempo
La línea de metro en que la ministra de Justicia oye hablar a la gente sobre el Consejo General del Poder Judicial es tan real como el andén 9 y ¾ de Harry Potter. Ojalá la sensibilidad institucional de esta sociedad estuviera a ese nivel. El único motivo por el que los dirigentes políticos se permiten el lujo de secuestrar a la Justicia es porque les consta que no recibirán por ello el castigo electoral que merecería el desafuero. Si PSOE y PP pensaran que este esperpento puede costarles dos millones de votos, los órganos constitucionales estarían renovados hace mucho tiempo.
Lo más grave es que no se trata de un episodio singular dentro de un marco de normalidad en el funcionamiento de las instituciones. Estamos ante un síntoma más del marasmo generalizado del entramado institucional del Estado, intensificado durante el último quinquenio. Puede que este sea el brote más grave de la enfermedad, porque toca el nervio más sensible del Estado de derecho, que es la Justicia; pero no es la excepción, sino la norma. Se termina mucho antes el recuento de las escasas instituciones que aún funcionan regular y eficientemente de acuerdo con el papel que les atribuye la Constitución que enumerando las que entraron en mayor o menor grado de putrefacción; y de las primeras, alguna tan esencial como la jefatura del Estado está sometida a asedio precisamente por esa molesta manía de su titular de aferrarse a la Constitución y no despegarse de ella pase lo que pase.
Ciertamente, la degradación institucional no es la mayor preocupación de una sociedad acogotada por el miedo ante amenazas mucho más inmediatas y existenciales: de la pandemia a la inflación desbocada, pasando por el precariado, la pobreza energética, la anticipación de los efectos distópicos del cambio climático y, últimamente, el recordatorio de que existen las bombas atómicas. Todo eso lo compartimos con el resto del mundo desarrollado.
El conflicto específicamente hispano-español que los libros de historia asociarán a la era sanchista es la corrosión —programada por unos y consentida por otros— del orden institucional nacido del denostado ‘régimen del 78’, que para algunos sigue siendo la cosa más digna que ha producido la vida pública española en su historia moderna. Al pillaje que padecen el Estado de derecho y la democracia representativa no lo condenarán, por desgracia, los votos de hoy, pero, con toda seguridad, lo hará el juicio de la historia cuando el mal ya no tenga remedio.
No es ninguna novedad que los políticos aspiren a controlar la Justicia. Lo insólito aquí es el descaro chulesco con que lo hacen, conocedores de su impunidad electoral. En materia de contaminación partidista de las instituciones, se ha pasado del género erótico a la pornografía explícita, y de ahí al género gore. A él pertenece este juego macabro en torno al Consejo General del Poder Judicial (la liebre falsa) y al control político del Tribunal Constitucional (la liebre verdadera, la que de verdad importa a unos y otros).
La insurrección en Cataluña en 2017 y todo lo que vino después (singularmente, el papel decisivo del TC para frenar la sublevación y la sentencia posterior del Tribunal Supremo) fueron el pistoletazo de salida. La condición ‘sine qua non’ de los amotinados del 17 para sostener duraderamente a Sánchez en la Moncloa fue neutralizar la Justicia: lo llaman ‘desjudicializar la política’ (un eufemismo de crear un espacio de impunidad para ciertos delitos) y la forma más directa de hacerlo es politizar la Justicia hasta la náusea.
Ha tenido que cumplir su amenaza de dimitir el presidente del CGPJ y del Supremo para que los jefes del PSOE y del PP sintieran la necesidad de escenificar un encuentro de tres horas del que salieron sus respectivos comisionados soltando una porción de naderías y prometiendo que esta vez hablarían en serio (lo de “hablar en serio” se le escapó al ministro Bolaños, hay que ser patoso para no dejar pasar un charco sin ponerse perdido). Lesmes avisó con tiempo más que suficiente para que se ahorraran el bochorno, pero ni con esas.
Aun así, el presunto propósito de enmienda viene plagado de anomalías. Para empezar: si la ley encomienda íntegramente al poder legislativo la elección del órgano de gobierno del poder judicial, el único poder que no pinta nada en esa función es el ejecutivo. Sea bueno o malo el sistema, la tarea corresponde exclusivamente al Parlamento, y sacarla de ese ámbito para que el Gobierno se constituya en protagonista del parto es una subversión más del orden legal. Claro que también establece la Constitución que el procedimiento legislativo es tarea del Parlamento y este ha resignado sumisamente su función esencial en los decretos-leyes gubernamentales.
Sostiene el Partido Popular que tienen que traficarse en el mismo paquete el CGPJ y las vacantes en el Tribunal Constitucional. ¿Por qué? El Congreso y el Senado deben elegir a los 20 miembros del Consejo, y ahí el polizón sin billete es el Gobierno. En cuanto a las vacantes del TC, al Gobierno corresponde designar dos magistrados y al CGPJ —el antiguo o el nuevo, si es que llega a renovarse— otros dos. Que se sepa, el señor Feijóo no se sienta de momento en el Consejo de Ministros ni forma parte del órgano de gobierno de los jueces: por tanto, en esa parte de la fiesta el intruso es él. ¿Qué tal si se permite que cada organismo cumpla la función que le atribuye la ley y los demás simplemente lo respetan? Cada día me pregunto qué parte del concepto ‘división de poderes’ no han entendido estos señores.
También exige el PP que, a cambio de cumplir su obligación, se le entregue la prenda de un compromiso para cambiar el sistema de elección del CGPJ en esta misma legislatura. Pasemos por alto el hecho de que el PP dispuso de 15 años con mayoría sobrada para realizar ese cambio y no lo hizo porque no le dio la gana. En este contencioso, el partido de Sánchez perdió la razón cuando esposó y secuestró al CGPJ en un chantaje legislativo probablemente anticonstitucional. Llegados a este punto, con la legislatura ya boqueando, lo sensato es renovar el órgano, que cada partido ponga en su programa electoral qué sistema implantaría si tuviera la mayoría y que los votantes decidan.
Se quejaba Iglesias, en sus tiempos de vicepresidente, de que “tener el gobierno no equivale a tener el poder”. Se ve que le sorprendió descubrir que ocupar el gobierno no garantiza disponer de TODO el poder: algo tan saludable para un amante de la democracia representativa como incomprensible y repulsivo para un populista instruido en la obra del camarada Lenin y adicto al caudillismo plebiscitario. Pero tiene razón: a su pesar, en la democracia el poder se formula siempre en plural. “Son los poderes, estúpido”, podría replicarse.
Lo malo es que el virus del poder como monopolio se ha contagiado a los partidos del sistema. Una cosa es que los partidos políticos sean imprescindibles en una democracia y otra que se crean dueños del Estado y lo colonicen y lo parcelen y lo repartan como su finca de recreo. Las instituciones ulceradas no compiten en las urnas con el precio de la merluza, pero, a la larga, nos saldrán mucho más caras. Porque lo de la merluza tiene arreglo y lo otro no.