IGNACIO MARCO-GARDOQUI-EL CORREO

  • «La educación en España prepara a los alumnos para un mundo que ya no existe», señala el padre del informe PISA

El mercado laboral español presenta graves carencias. Algunas son conocidas, las vemos y las analizamos cada mes cuando se publican las estadísticas del empleo. Su tamaño es reducido e incapaz de proporcionar un trabajo a todos aquellos que lo demandan y presenta una estabilidad escasa, con tasas de temporalidad excesivas en el sector privado e incomprensibles en el público. Pero hay más carencias de las que hablamos menos. Por ejemplo, de la mala adecuación entre las habilidades y las capacidades que demandan las empresas y las que disponen quienes buscan empleos.

Resultan llamativas, yo diría que son intolerables, las declaraciones periódicas de los empresarios en las se quejan de las dificultades que encuentran para cubrir sus necesidades de empleo, con las tasas de paro que tenemos. ¿Cómo es posible que se repita esa situación año tras año? Entre la evolución demográfica, que coloca a capas numerosas de la población al borde de la jubilación y las nuevas necesidades que impone la frenética evolución de la tecnología, los empresarios aseguran que el País Vasco necesita cubrir más de cien mil puestos de trabajo en los próximos diez años.

¿Dónde están ahora todas esas personas, en la sala de espera de las listas del paro o en las aulas del sistema educativo pendientes de terminar sus estudios? Pues parece ser que en ninguno de ambos sitios. La causa hay que buscarla en que, como decía también la semana pasada Andreas Schleicher, el director del área educativa de la OCDE y considerado el padre del informe PISA, «la educación en España prepara a los alumnos para un mundo que ya no existe». ¿No es lamentable? Lo es, que duda cabe.

Nuestro sistema educativo no consigue adecuarse al ritmo de los acontecimientos. Con muy pocas excepciones, entre las que ocupa un lugar destacado la Formación Profesional vasca, es obsoleto. Los sistemas de elección del profesorado padecen una endogamia enorme. El 68,8% de los profesores han estudiado en la misma universidad en la que enseñan. Una tasa ridícula que sube hasta el 90% en el caso del País Vasco, supongo yo que debido a las exigencias lingüísticas. Y los programas de estudio le deben más a la comodidad de los conocimientos de los enseñantes que a las necesidades laborales de los alumnos.

Otro problema de base consiste en reducir o eliminar el premio al esfuerzo

Y luego hay otro problema de base que me parece suicida y que consiste en reducir o eliminar el premio al esfuerzo. Veamos. Ante la elevada tasa de abandono escolar que mantenemos, la Ley Celáa propone pasar de curso incluso con materias suspendidas y convierte la repetición de curso en una excepción que requiere justificación. Las pruebas de acceso a la universidad de este año han dado un 98,3% de aprobados. ¿Qué examen es ese en el que suspende el 1,7%? Supongo que sería suficiente con poner bien el nombre… He leído declaraciones que aseguraban que este año las preguntas habían sido muy difíciles. Pues menos mal…

Y luego va nuestro invisible ministro de universidades ¿recuerda su nombre?, el señor Castells, y nos dice que eso de aprobar y suspender es clasista, que beneficia a los de arriba y castiga a los de abajo. ¿Se puede decir tal cosa con una educación gratuita en la enseñanza obligatoria, con una abundante oferta de puestos escolares por toda la geografía y una estimable disposición de becas de estudio en la enseñanza superior? Obviamente, los hijos de padres fuertemente cualificados y dedicados a estimular y preocupados por ayudar a sus hijos en los estudios siempre tendrán alguna ventaja, pero ¿qué hacemos para solucionarlo, les ponemos exámenes más difíciles para compensar e igualar o los ponemos muy fáciles para que nadie suspenda y se frustre?

Un sistema que no premia el esfuerzo y no forma a los alumnos en las habilidades personales y en las necesidades que exigen quienes crean puestos de trabajo nos condena irremisiblemente a mantener tasas de paro insufribles. Deberíamos recordarlo cada vez que lo cambiamos. Algo que, por cierto, sucede con una frecuencia a todas luces excesiva.