La ratonera

ABC 01/08/16
IGNACIO CAMACHO

· Otra investidura fallida puede abrir una crisis constitucional, la única que falta para convertir el país en un chicharro

TRABADO es la palabra. El momento político está en una de esas tesituras tan enredadas que cualquier solución tropieza con un nuevo problema, cualquier avance con otro obstáculo, cualquier progreso con más dificultades sobrevenidas. Siete meses y dos elecciones después no sólo no sabemos si podrá haber Gobierno, sino que ni siquiera está claro que vaya a celebrarse un debate de investidura. Sólo que en enero había presupuesto para un año y ese margen se está acabando junto con la paciencia de una sociedad a punto de romper el último y débil hilo moral que la ligaba con una élite dirigente incapaz de ganarse su confianza. Porque esta situación tiene un coste en términos democráticos, y es la ruptura del vínculo representativo sin el cual el sistema se convierte en una pantomima, en una farsa.

En ese sentido, el juego del manejo de los tiempos ha pasado de ser un ardid táctico a un experimento irresponsable. Otra investidura fallida desembocará en una crisis constitucional que, tras la económica, la política y la social, es la única que falta para convertir el país en un chicharro. Y sin embargo, esa parece ser la estrategia de los dos partidos que tienen en sus manos la posibilidad de evitarla. Ciudadanos, porque considera que el fracaso de Rajoy podría propiciar su apartamiento para dar paso a otro candidato del PP con el que pactar sin envainarse el veto; el PSOE, porque su líder aspira a presentarse como desesperada alternativa multipartita –la llamada investidura Frankenstein– para evitar la temida vuelta a las urnas. Esas dos razones son las que pueden provocar que el presidente esquive la ratonera que le preparan y decida asomarse al abismo del vacío legal con una renuncia en diferido al encargo del Rey. Renuncia que nadie le puede impedir, pero que desde luego lo invalidaría como candidato en esta legislatura y trasladaría el peso de la iniciativa posterior a la única institución que por ahora está a salvo del caos: la Corona.

La última pirueta marianista –aceptar la encomienda real sin compromiso de llevarla a cabo– constituye un ejercicio de ambigüedad que en esta ocasión tiene los plazos limitados. Intenta retratar la responsabilidad de sus rivales y trata de responder al bloqueo de Sánchez con otro bloqueo de su ya poco encubierta aspiración de presentarse como recambio. Está utilizando el vértigo electoral como herramienta de presión, pero a su vez ha asumido la presión de un peligro cierto de quemarse. Da la impresión de que los encargados de conducir la nación se han lanzado a toda velocidad hacia un precipicio como en la carrera suicida de «Rebelde sin causa»: a ver quién frena antes. Pero esto no es una película de jóvenes en crisis existencial, aunque algunos de sus políticos lo parezcan. Es un país abrumado de problemas que espera de sus representantes algo más sensato que un volantazo de emergencia al borde del barranco.