Ignacio Camacho-ABC
- El Gobierno sólo es diligente en la construcción de una narrativa que maquille sus fracasos, su falta de eficacia, sus negligencias y errores de cálculo. La idea de unos nuevos Pactos de La Moncloa es el más reciente de los artefactos con que el presidente trata de impostar una estrategia de Estado
Si el Gobierno dedicase a combatir la pandemia la mitad de la atención, energía y hasta talento que pone en la construcción de una narrativa política, tal vez hubiese logrado más avances en la lucha contra el virus y desde luego prestaría mucho mejor servicio a los ciudadanos. Pero como no está diseñado para eso sino para la propaganda sólo sabe aplicar a la crisis una «terapia de relato» que encubra su ineficacia contra el virus con un enorme esfuerzo publicitario. La gestión sanitaria y económica de la emergencia está resultando un clamoroso fracaso: un racimo de rectificaciones, palos de ciego, medidas desordenadas y contradictorias, pasos en falso. Dejando aparte sus negligencias y errores de cálculo en el período crucial
de finales de febrero y principios de marzo, el Ejecutivo no ha logrado todavía -y pese a los poderes excepcionales que tiene en la mano- una provisión razonable de test de detección ni de material sanitario, ni siquiera un cómputo de fallecidos mínimamente exacto. Un manejo incompetente que contrasta con la diligencia en la confección de argumentos amañados que presentan al presidente como una especie de paladín kennedyano, comprometido con la responsabilidad del liderazgo mientras la oposición lo hostiga con egoísmo oportunista y sectario. Ante la evidencia de que nada de eso basta para calmar a una opinión pública alarmada por los continuos bandazos, los gurús de la Presidencia han elaborado un nuevo artefacto con el que simular una estrategia de Estado: los pactos.
La misma idea de unos nuevos Pactos de La Moncloa lleva en su formulación su carácter de señuelo al evocar el mito fundacional de la Transición y la democracia: el consenso. Justo el concepto que el sanchismo y sus aliados se aplicaron hace tiempo a demoler -«no es no»- con notable éxito. Sánchez es bien consciente de que no habrá acuerdo porque él es el primero que, a la vez que lo propone, se cuida de entorpecerlo tratando a los partidos de la derecha con una mezcla de hostilidad y desprecio, como quedó patente en la sesión del Jueves Santo en el Congreso. Su condición de partida es inviable toda vez que no está dispuesto a soltarse del brazo de Podemos, formación que a su vez sabotea cualquier acercamiento porque ha visto en la crisis del coronavirus una oportunidad de consolidar su proyecto. También los separatistas enseñan los dientes ante una negociación de amplio espectro que, por su propia naturaleza, frenaría en seco sus aspiraciones de sacar adelante un procés 3.0. Si el planteamiento presidencial fuera sincero, y no una treta para neutralizar a la oposición, tendría que empezar aceptando que en este momento no existe ningún vínculo común que pueda unir al arco parlamentario entero, y por tanto mostrarse abierto a la posibilidad de modificar los apoyos del Gobierno.
El único concierto posible implica un cambio de mayoría. Un Gabinete de salvación nacional respaldado por hasta 224 diputados con un programa reformista que diese estabilidad al sistema para abordar una etapa decisiva en la que habrá que atravesar circunstancias profundamente críticas, entre ellas acaso un rescate europeo con fuertes contrapartidas. Esa iniciativa es incompatible de salida con la agenda del populismo y desde luego con el proceso de diálogo con los independentistas. Tendría el peligro de dejar en manos de los extremos -Podemos, el secesionismo y Vox- la capitalización del descontento, pero hay trances de la Historia en los que la ética weberiana del compromiso requiere decisiones de riesgo y, por supuesto, una mínima autoconfianza en las probabilidades de éxito. El acuerdo transversal sería la mejor compensación moral para los españoles tras este largo confinamiento: la unidad de dos terceras partes del Parlamento en el empeño de atravesar la coyuntura más problemática de los últimos tiempos.
Pero no es eso lo que hay detrás de esta abstracta propuesta. Sánchez no tiene intención alguna de renunciar a su frente de izquierdas; busca una tregua para reconstruir un bloque de investidura en el que la catástrofe sanitaria ha abierto claras grietas. Se trata de ganar tiempo para volver a aislar al centro y la derecha presentándolos como desleales obstruccionistas que se aprovechan de la epidemia. Una maniobra de distracción con la que acumular fuerzas para enfrentarse al inevitable ajuste de cuentas que el Gobierno sabe que le espera, y que va a convertir el panorama político en una reyerta irrespirable de la que el jueves vimos una muestra.
Desde el principio, en La Moncloa no existe otra estrategia que la de la comunicación, el discurso, los marcos mentales, la puesta en escena que maquille la falta de acierto en las respuestas. Dominada la televisión, el equipo asesor del presidente libra una auténtica batalla en las redes sociales para cortocircuitar las protestas mientras lanza bulos oficiales -el de 355.000 test, por ejemplo- y estigmatiza por decreto la disidencia. El Ministerio de la Verdad, replicado a través de miles de activistas físicos y robóticos, ha movilizado todo su arsenal de guerra; es el único departamento que funciona con eficiencia plena. Incluso ha decidido nombrar a la enfermedad con su denominación médica, Covid-19, para evitar la connotación adversa que la palabra coronavirus produce entre una población a la que no está tratando como ciudadanía sino como audiencia.
La cuestión no consiste en que no haya -que no la hay- voluntad de pacto, ni en que Pedro Sánchez no albergue ningún propósito de cambio de los ejes sobre los que estructuró su mandato. Es que toda la actuación de este Gobierno -salvo la de Pablo Iglesias, coherente con su modelo de estatalismo autoritario- se rige bajo la estricta pauta de la impostura y el simulacro, el ejercicio de prestidigitación política y técnica electoral para el que fue proyectado. La famosa tesis del presidente era un presagio del permanente fake en que sustenta sus equilibrios de funámbulo. No hay otra prioridad que la apariencia, la imagen, la fachada, el porte. En medio una tormenta sanitaria, económica y social de efectos demoledores, navegando de noche con el radar averiado, a la deriva y sin una sola luz en el horizonte, con la tripulación en desbandada y el pasaje diezmado y recluido a la fuerza en sus camarotes, el capitán del barco de la nación española sólo parece atento a la pulcritud de la raya de su uniforme.