IGNACIO CAMACHO-ABC

 Frente a la tradición pactista alemana, nuestra política ha perdido la cultura de acuerdo, el uso de la razón práctica

QUIZÁ por ser la patria del mito de Fausto, y la de un Max Weber que veía en toda vocación de liderazgo público la necesidad de un pragmático acuerdo con el diablo, en la política alemana rige una sólida tradición de pactos. La expresión más exigente de ese compromiso son las grandes coaliciones entre los partidos dinásticos, capaces de sacrificar incluso su propia identidad ideológica para garantizar los intereses de Estado. La última versión de esta fórmula ha costado tres meses de forcejeo y reticencias y ha sido alumbrada con dolores de parto; a regañadientes, porque los socialdemócratas temen salir volteados de la experiencia, y sólo gracias a que el auge de la ultraderecha amenaza la estabilidad nacional como un espantajo. Pero al final ha funcionado la teoría del mal menor, y el documento está firmado a expensas de que los militantes de la izquierda lo ratifiquen si no se dejan llevar por el tirón populista o el radicalismo doctrinario. 

Cuando se quiere pactar, se pacta; incluso cuando no se quiere si existe suficiente sentido de la responsabilidad democrática. Se trata de determinar prioridades por encima de dogmas y de programas, de entender la política como servicio al país antes que como defensa cerrada de una causa. En Alemania, desde el final de la guerra, sólo Adenauer obtuvo una mayoría absoluta; en todas las demás ocasiones ha habido que gobernar a base de alianzas, que en tres casos han suscrito la formación socialista y la democristiana. No parece, a tenor de la prosperidad alcanzada, que haya sido una solución particularmente nefasta. 

Aunque cuesta trabajo recordarlo en un país donde la tautología del «no es no» ha logrado sentar cátedra y donde hubo que repetir elecciones por incapacidad colectiva para armar una simple entente parlamentaria, esa cultura de grandes acuerdos de Estado también existió alguna vez en España. Aquí aún está inédito el Gobierno de coalición pero se han pactado reformas estructurales, medidas económicas y políticas antiterroristas, y el consenso nunca ha creado más problemas de los que ha resuelto con eficacia demostrada. No es casual que la crisis institucional más profunda la estemos viviendo cuando ha desaparecido el espíritu de concordia en favor de una confrontación trincheriza, de un corriente de hostilidad sectaria. Pese a lo cual, en un resabio de nostalgia, permanece en el lenguaje político la apelación retórica al diálogo como una suerte de mantra. Quizá porque todos saben que la opinión pública lo echa en falta. 

Pero vamos en dirección contraria. Las pensiones, la educación, el modelo territorial o la financiación autonómica son ejemplos de negociaciones estratégicas empantanadas en comisiones y grupos de trabajo que o no trabajan o no avanzan. Hemos perdido el hábito de pactar, el uso de la razón práctica. Y esa tendencia al ensimismamiento intransigente se paga cara.