Ignacio Varela-El Confidencial
El presidente está a punto de adoptar una decisión mucho más trascendente y de consecuencias infinitamente más graves que la de su ministra
Hace unos días, el presidente del Gobierno señaló públicamente que su ministra de Defensa había decidido algo importante sin medir sus implicaciones. El reproche estaba fundado (aunque quedó incompleto). Ojalá todos los gobernantes midieran las implicaciones de sus decisiones antes de tomarlas para no toparse después con ellas.
Ojalá el presidente se aplicara su propia lección. Porque está a punto de adoptar, hoy mismo, una decisión mucho más trascendente y de consecuencias infinitamente más graves que la de su ministra, y de hacerlo con similar ligereza.
Abrir de un día para otro el melón de la reforma de la Constitución es algo muy serio. Hacerlo desde un Gobierno ultraminoritario y prescindiendo de todo diálogo previo, una imprudencia. Usar la iniciativa como arma táctica para salir de una situación incómoda o incomodar a otros partidos, un despropósito. Y pretender sacarla adelante con el apoyo de los que trabajan por derruir el edificio constitucional, una aventura descabellada.
Sánchez elige precisamente este momento para sacar ese conejo de la chistera porque lo está pasando mal a causa de una ofensiva contra sus credenciales académicas, y alguien le ha explicado que la mejor forma de liquidar un debate desfavorable es poner sobre la mesa otro mucho más grande. Si me discuten el doctorado, yo les arrojo nada menos que un cambio constitucional, ¿cómo se les queda el cuerpo?
De todas las reformas posibles, se elige precisamente la de los aforamientos porque sirve a un triple propósito: dejar en evidencia al líder del PP —que actualmente se beneficia de su condición de aforado—, escarmentar al de Ciudadanos en un tema del que viene haciendo bandera y meter un dedo en el ojo a Susana Díaz, a quien le acaban de romper un pacto de legislatura justamente por resistirse a tomar esa medida en Andalucía. Tres pájaros de un tiro. Lo malo es que el retroceso del disparo puede llevarse por delante al tirador y meter al país en un lío colosal.
El espíritu de esta iniciativa es el opuesto al que debe inspirar algo tan delicado como tocar la Constitución cuando está sometida al mayor ataque desde que se promulgó. Es como jugar a la petanca con granadas de mano.
Es absurdo dejarse enzarzar en la discusión de detalle sobre la regulación de los aforamientos en España, claramente abusiva y desorbitada. En este caso, lo sustancial es lo que puede traer consigo abrir en canal la Constitución desde un Gobierno con los condicionamiento que este tiene. Los aforamientos solo son la parte instrumental del movimiento, el pretexto populista. Se ha elegido ese asunto porque venía al pelo por la coyuntura, pero cualquier otro habría valido.
Si Sánchez cree que podrá contener el debate en los límites de su propuesta, el error es mayúsculo. Si hoy el Consejo de Ministros aprueba el proyecto de reforma, perderá el control del artefacto desde el instante en que pase por la ventanilla del Congreso. Nadie, y menos que nadie sus socios, dejará pasar la ocasión de subirse al carro para llenarlo de banderas, banderías y reivindicaciones desestabilizadoras.
Es altamente probable que Podemos quiera alzarse con el santo y la limosna de la izquierda verdadera alterando todo el capítulo social
Una vez que haya un proyecto concreto presentado por el Gobierno, nadie podrá evitar una lluvia de enmiendas que extiendan la reforma hasta el mismo tuétano de la Constitución. Es altamente probable que Podemos quiera alzarse con el santo y la limosna de la izquierda verdadera alterando todo el capítulo social, o que no resista la tentación de plantear el debate de monarquía o república. Los nacionalistas seguramente intentarán obligar a la Cámara a debatir y votar sobre el derecho de autodeterminación. Ciudadanos puede ver el cielo abierto para su ansiada reforma del sistema electoral. El propio PSOE se vería arrastrado a incluir otros puntos, mientras el PP esgrimiría su poder de veto (no hay reforma posible sin sus votos) para bloquearlo todo y hacer que Sánchez pague cara su osadía. Una batalla campal en la que lo menos importante será quién queda aforado y quién no, porque todo resultará desaforado.
Todo ello con una legislatura moribunda, en vísperas de una catarata de elecciones y una posible crisis económica asomando en el horizonte. Y movida únicamente por el afán de contraatacar en una crisis mediática que compromete al Gobierno por su parte más débil, que es su presidente. Nunca se puso en peligro algo tan grande por motivos tan pequeños.
Si Sánchez hubiera querido de verdad sacar adelante una reforma parcial de la Constitución sin abrir la caja de los truenos, habría hecho lo obvio: hablarlo discreta y detenidamente con los principales partidos, acotar previamente el perímetro de la reforma e intentar acordar el momento, la forma y el calendario. No hizo nada de eso. Ni siquiera se molestó en anunciar su propuesta en el Parlamento, sino en un mitin montado ‘ad maiorem gloriam suam’ tras una semana infausta.
El proyecto que se aprobará hoy no solo es inocuo y dudosamente viable en su contenido, también es históricamente regresivo
Mucho peor que no reformar la Constitución sería intentarlo y fracasar. El proyecto que, según se ha informado, aprobará hoy el Consejo de Ministros no solo es inocuo y dudosamente viable en su contenido, aunque potencialmente desestabilizador en su tramitación; también es históricamente regresivo.
Con esta iniciativa unilateral, el Gobierno de Sánchez nos devuelve a la peor y más dañina tradición del constitucionalismo español: el de las constituciones de partido. Durante decenios, cada partido que llegaba al poder pretendió establecer sus propias reglas de juego y cada nuevo Gobierno, constituirse en régimen. Lo que convirtió todo el siglo XIX y el siglo XX hasta 1977 en un maldito infierno.
Eso quedó atrás en 1978. Al fin, algo de todos. La Constitución vigente es mucho más valiosa por su forma de venir al mundo que por su contenido. Ese es el punto desde el que no se puede retroceder ni un milímetro. No hay reforma, por justa que parezca, que justifique hacer otra vez del marco constitucional un campo de batalla partidista.
Se entendería que un partido limítrofe con el sistema promoviera un berenjenal como este. Pero es inexplicable que lo haga un Gobierno que, por serlo, tiene la obligación primigenia de cuidar lo que es de todos. No sirve repetir 15 veces en una entrevista “yo soy el presidente del Gobierno” si cada acto desmiente la afirmación.
Sería bueno que el Consejo de Ministros de hoy decidiera, al menos, tomarse un tiempo para reflexionar sobre esta iniciativa. En palabras de su presidente, para medir sus implicaciones. En caso contrario, quizá se invertiría la fábula de Esopo: el ratón parió una montaña… que podría sepultarnos a todos.