Víctor Gómez Frías-El Español
El autor reclama que diputados socialistas impidan un gobierno cuyo fundamento moral es considerar la Transición “un mal menor” que pretenden enmendar retomando el proyecto político interrumpido por la Guerra Civil.
Una de las tensiones recurrentes de nuestro sistema político es el grado de obediencia que deben los parlamentarios a su partido político, situándose la actual praxis en España en los niveles más altos ya sea comparando con otros países o con otros periodos democráticos de nuestra historia. La razón fundamental se encuentra en el sistema electoral que prima simbólicamente al partido respecto a cada candidato a diputado. Por un lado, al no existir circunscripciones uninominales, todos los diputados necesitan integrarse en listas, diluyéndose el perfil propio que muestran en otros países. A esto se añade que la elección del jefe del ejecutivo no es directa sino indirecta, a través de estos diputados, lo que empuja aún más a que las campañas se focalicen en el conjunto del partido y no en cada escaño.
Y, en efecto, nuestros constituyentes quisieron reforzar a los partidos porque tras cuatro décadas ilegalizados necesitaba construirse rápido una oferta política efectiva. Pero esta “democracia de partidos” no justifica el abuso que se ha ido instalando a través de la colonización de las instituciones y de parte de la sociedad civil dopada de subvenciones, ni tampoco la monolítica interpretación de la disciplina de voto que se ha ido imponiendo.
Hemos tenido ocasión recientemente en el Reino Unido de ver lo importante que es la prohibición del voto imperativo cuando la democracia está acosada por el populismo y las mentiras. En Westminster la conciencia de cada diputado optando en cada votación del brexit por lo que consideraba mejor para su país, junto a la ecuanimidad del Speaker –comparemos con el papelón al que en nuestra Cámara Baja se prestó Batet sobre todo en la anterior legislatura, veremos en esta–, han obligado a volver a las urnas para que los votantes eligieran con conocimiento de causa sobre lo que en realidad estaba en juego.
En cualquier campaña hay exageraciones y los resultados que obtiene cada uno obligan a recomponer la situación y pensar en cómo servir mejor a sus electores y a todo el país con la fuerza relativa de sus escaños. Salvo cuando hay mayoría absoluta –y aun así debe intentar entenderse qué preocupa al resto de los electores– no puede imponerse el programa. La base del parlamentarismo es pues que los gobiernos se negocian, no se regalan ni se toleran. Ya se equivocó el PSOE no poniendo condiciones al PP en 2016 y ahora nos jugamos mucho más.
Sánchez intenta subvertir completamente los dos postulados anteriores. No es que exagerara sino que mintió absolutamente en lo principal: rechazar el gobierno con Podemos y el pacto con los independentistas para optar por esa vía –sin plan B– al mismo día siguiente. Y sin negociar: a Ciudadanos y al Partido Popular les pide que le regalen todo, mientras que él concede sin problemas todo lo que pide ERC.
Porque en efecto, no se podía caer más bajo. El diálogo de igual a igual entre dos potencias extranjeras ya no es que se intuya –como en la ominosa puesta en escena de la Declaración de Pedralbes– sino que quede escrito con todas sus letras: de gobierno a gobierno y dejando claro que es algo distinto que las comisiones bilaterales que puede tener el gobierno con cada comunidad autónoma.
Oigo a algunos en el PSOE negar que hayan “cedido”, y estoy de acuerdo. Por que creo que lo que está ocurriendo era la vía que buscaban, simplemente se han inventado una excusa. Lo prueba su desdén absoluto hacia el acuerdo con los constitucionalistas, y lo prueban los anuncios realizados estos días.
“Progresista” es el adjetivo comodín del PSOE. Su pacto con Ciudadanos en 2016 era para un “gobierno progresista y reformista” y ahora con Podemos aparcan el reformismo y lo fían todo a ese becerro de oro que llaman Progreso. Su programa es una larga carta a los Reyes Magos donde rellenan páginas con una pedrea de peticiones de “colectivos”, la mayoría de índole menor y el conjunto sin sustento presupuestario. Entre las pocas medidas económicas de calado (las que moverían sumas importantes de dinero y podrían afectar a millones de personas) casi todas consisten en imponer obligaciones a la iniciativa privada.
Sánchez no podía caer más bajo. El diálogo de igual a igual entre dos potencias extranjeras ya no es que se intuya sino que queda escrito con todas sus letras.
La excepción es el aumento de las pensiones que sí pesará sobre las arcas públicas. Así pues, “progresista” suena a futuro pero el gobierno ofrece una senda donde solo ganará una franja de edad que son los jubilados cuyos ingresos medios superan ya ampliamente el salario medio de los nuevos contratos de trabajo. Se abre además la brecha entre los propios pensionistas: con una inflación del 2%, subirían unos 10€ al mes las más bajas frente a los 50€ de las más altas. A las generaciones que vienen lo que prometen es pues la quiebra del Estado del bienestar español, aunque para entonces lo que cuente quizá es saber si eres vasco o extremeño. De hecho, con su habitual cinismo vuelve a meter el cazo el PNV, asegurándose más infraestructuras y apoyando el desequilibrio en las pensiones precisamente porque el cupo que reciben no se ve afectado por el déficit de la Seguridad Social. Por cierto, que tampoco se reivindica el gobierno del insomnio como de “izquierda”, sin duda no porque reconozcan que plurinacional es lo contrario de lo que significa la solidaridad internacionalista, sino por no incomodar a sus socios vascos.
Pero donde realmente se observa que el Progreso sería en realidad Retroceso es en el revisionismo histórico. Sánchez acepta el marco de Podemos del “régimen del 1978” y convierte la Transición en un “mal menor”, una dictablanda del franquismo. Así que para hacer de verdad tábula rasa de los 42 años de agua turbia que fueron de 1936 a 1978 tiran la bañera con el bebé dentro: los 42 años de nuestra exitosa democracia que van desde 1978 hasta 2020.
Sánchez no es tanto antifranquista como alterfranquista, su megalomanía es conseguir que la historia vuelva a por donde debió haber ido desde 1936, retomando un proyecto político interrumpido: la plurinacionalidad (en vez de un federalismo solidario y comprometido con Europa), el anticlericalismo (en vez de la laicidad que podría ser un paso adelante desde la aconfesionalidad), la confederación frente a la Constitución, en suma, el frentismo frente a la concordia. Bien lo demuestra un aspecto aún poco comentado de su programa: establecer un día de conmemoración a las víctimas del franquismo, ¿y no a todas las de la Guerra Civil y de los atropellos sangrientos y sistemáticos de ciertos gobiernos de la II República –incluidos algunos en que participó el PSOE–?
Así que si tanto les incomoda 1978, igual se tienen que encontrar con que lo único que salta por los aires es la borreguil disciplina de voto. Creo que la nación española es lo bastante fuerte para que se pudiera desandar el camino que Sánchez quiere recorrer para acabar con la igualdad entre españoles, pero eso no es razón para que el resto del PSOE no haga nada y condene a que sufran algunas generaciones de españoles (los constitucionalistas abandonados en Cataluña, los del resto de España que ven peligrar el Estado del bienestar si se suspende la solidaridad interterritorial). Animo pues a que si hay 16 –o al menos uno– diputados socialistas que no quieran ser cómplices, voten en conciencia y eviten esa investidura fatal. Saben que hay alternativas.
***Víctor Gómez Frías es afiliado de Ciudadanos y consejero de EL ESPAÑOL.