José Alejandro Vara-Vozpópuli

  • Señalaban como enemigos a la democracia del 78, heredera del franquismo, a la casta, al régimen parlamentario, a la apestosa partitocracia y a Amancio Ortega

Dos curiosos roedores destacaron en aquel el viscoso hormiguero en el que convirtieron la Puerta del Sol durante la primavera ardiente del 15-M. Atrajeron focos y cámaras e incluso arañaron un poso de posteridad. Uno de ellos era una rata propiamente dicha, que una señorita con aspecto poco higiénico paseaba en su hombro por aquel dédalo de lonas desbordado de cannabis, charlatanes y Proudhon. El otro era Pablo Iglesias, a quien la malquerencia popular, certera y cruel, le ha endilgado el apelativo de ‘rata’, primero en una pintada de carretera y luego en las anchas autopistas de internet.

Protagonistas efímeros de un costroso espejismo. Poca huella ha quedado de ambos. De la carnosa joven con la ratita adosada a su clavícula nunca más se supo. Quizás derivó en concursante de First dates o en concejal de Vox en alguna aldea castellana. El entonces joven activista Iglesias, ese rostro ceñudo y desapacible, hizo carrera. Fundó un partido, se coló en Bruselas como europarlamentario, diputado en Cortes, luego, para desembocar en vicepresidente de un Gobierno inepto, masivo y tumultuario, hasta convertirse finalmente en glorioso cesante, una de las figuras más frecuentas en los Episodios de Galdós. Cesante con derecho a paga, desde luego. Y no menor. No ha esperado Iglesias a celebrar el décimo aniversario del jamboree antisistema sentadito en el Gabinete. Después del estropicio de las elecciones madrileñas, optó por renunciar a la política activa, cortarse la coleta y abandonar a su suerte a sus compañeros de aventura, inscritos y circunspectos, todos ellos inquietos y temblorosos ante un futuro a la izquierda diseñado por Errejón y García.

Agitaban eslóganes como como “Juventud sin futuro”, “Democracia real, ya”, “No nos representan”, con resonancias del mayo francés pero con la chata prosodia del imaginario español.

En definitiva, del 15-M ya no quedan ni las ratas. Si acaso alguna rémora colateral en forma de alcaldesa en Barcelona, una alocada activista antidesahucios, que animaba las Ramblas disfrazada de abeja maya y que logró encaramarse en la cúspide del Saló de Cent del Consistorio de la Ciudad Condal. En comunión con un peronista Pisarello, individuo ruidoso y pequeñín que ahora corretea por la Mesa del Congreso, Colau redondeó su máximo gesto de heroicidad al desalojar del salón principal un retrato de don Juan Carlos.

Todo lo demás es pura nostalgia, onanismo de la memoria. De aquello tan sólo quedan los inevitables ejercicios periodísticos en forma de empalagosas efemérides, una obligada y estéril tradición que poco aporta al general conocimiento del lector. Puestos a abrazar géneros informativos de aquilatada tradición más vale hacerlo al elegante obituario, una especialidad que instruye, ilustra y reconcilia al presente con episodios pretéritos quizás menospreciados y hasta olvidados.

Contra la casta y Amancio Ortega

Teorizar sobre la herencia o el significado de aquel jamboree desastrado es tarea estéril y fatigosa. Hijo natural de la crisis de 2008 y hermano espiritual de la primavera árabe y la plaza de Tahrir, el 15-M emergió sin líderes ni siglas, sin profetas ni pastores. Se articuló a través de impulsos espasmódicos en la red, con enunciados diversos y objetivos difusos. Agitaban eslóganes como “Juventud sin futuro”, “Democracia real, ya”, “No nos representan”, con resonancias del mayo francés pero con la chata prosodia del imaginario español. Se proclamaron oficialmente ‘Indignados’, como quien se inviste archiduque o capitán general. Clamaban contra la banca, los desahucios, la monarquía, el capital, la pobreza energética y el antipático automóvil. Señalaban como enemigos a la democracia del 78, heredera del franquismo, a la casta, al régimen parlamentario, a la apestosa partitocracia y a Amancio Ortega.

La acampada de Sol, que arrancó como una fiesta milenial y privameral, una amalgama informe de universitarios pijos, brigadistas milaneses, chusmerío okupa, alterios, bardenes, contraculturales y ultraizquierdistas de salón, se disolvió por como por ensalmo, tal y como había previsto el por entonces ministro del Interior, Alfredo Pérez Rubalcaba, que decidió no interferir, ni desalojar ni tocarle un pelo a uno siquiera de los miembros de aquel jaranero rebaño. “Cuando la multitud alaba una cosa, aunque de suyo no sea infame, lo es”, advertía Cicerón. Lo era.

«Debajo de los adoquines está la playa», gritaban los francesitos airados del 68. «Debajo de los adoquines está el chalé en Galapagar», cabría decir aquí

Tres años después de aquella festiva jarana de mugre y botellón, de aquel San Isidro sin pradera ni chotís, sin santo ni chulapón, brotó Podemos y eclosionó Ciudadanos. Lo que vino siendo la nueva política, ahora mero residuo artrítico y testimonial. Del partido morado tan sólo sobreviven las tenazillas con las que cada mañana la vicepresidenta Yolanda Díaz, siempre overdressed, se atusa la infatigable melena. Crece, a su vera, el ecologismo de Más Madrid, de futuro indescifrable y se mantienen en sus cargos unos cuantos haraganes que saltaron de las imaginarias trincheras a las nóminas del Estado. «Debajo de los adoquines está la playa», gritaban los francesitos del 68. «Debajo de los adoquines está el chalé en Galapagar», bien podrían decir aquí.

Lo malo de la revolución viene después. No cuajó en Sol aquella pretenciosa semilla, ni se asaltaron los cielos, ni se derribó el régimen, ni cayó la Corona, ni tomaron la Bastilla. Lo que vino una década después de la bullanga de los malditos roedores, fue Pedro Sánchez. Un estrambote de pesadilla.