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La derecha ha perdido de vista a Podemos pero está más cerca que nunca del Gobierno. Sin alarma ni estruendo

VOLViÓ de una baja voluntaria de paternidad en el chalé de Galapagar como si regresara de las Termópilas o de haber peleado con el mismo diablo a las puertas del infierno. Con una autocrítica en plural –«hemos dado vergüenza»– que aliviaba su propia responsabilidad en el descontento, y con esa gestualidad tan suya de puño apretado y hosco entrecejo. Pero su discurso delataba que Pablo Iglesias ya no viene a tomar por las bravas el palacio de invierno sino a hacerse cargo de tres o cuatro ministerios. Y no como némesis de Sánchez sino como su subalterno. El líder que iba a asaltar los cielos se conforma con repartir unos cuantos cargos entre Echenique, Verstrynge o Monedero para que administren junto a los socialistas una cuota del presupuesto. Está dispuesto a ganar perdiendo. Lo admitió su pareja Irene Montero: nunca han estado tan cerca del Gobierno. Y eso es posible porque la derecha, que hace tres años se movilizó para ponerle freno, ha perdido de vista a Podemos. Está tan obcecada con el presidente y tan enfrascada en su cainismo interno que se ha olvidado del peligro extremista que le inspiraba tanto miedo. Sólo que es justo ahora cuando ese partido del resentimiento puede de verdad llegar al poder como polizón de un PSOE en pleno ascenso. A cencerros tapados, sin alarma ni estruendo. Y por una paradoja de la aritmética política, en su peor momento.

Iglesias lo sabe. No ha cambiado de táctica sino de objetivo, de meta. La aspiración neurálgica, la circunstancia decisiva de Podemos pasó en cuanto posibilidad de una victoria completa pero tiene al alcance una vicepresidencia. Fugas como las de Errejón o Carmena pierden mucha relevancia si los que se quedan logran incrustarse en un Gabinete de la izquierda. Con muchos menos votos están en condiciones de tener mucha más influencia. Ésas son sus cuentas; ya no mide su masa crítica absoluta, muy demediada, sino su peso relativo en la correlación de fuerzas. Cuando un revolucionario no puede cambiar la realidad, apela al pragmatismo y la acepta. Si no puede conquistar un latifundio, se contenta con una parcela. Y si no puede encabezar un Ejecutivo, se pone al frente de unas cuantas carteras.

Lo sorprendente es que la derecha no parece consciente del riesgo. La amenaza del populismo bolivariano ya no forma parte de sus argumentos. Centrada en la demonización de Sánchez ya no siente desasosiego de los aliados que viajan en su barco como pasajeros; se diría incluso que los minimiza con cierto desprecio. Con su torpeza comunicativa está consiguiendo que rebote contra ella, en todo o en parte, el voto del recelo, y que el jefe de una coalición de radicales y separatistas le robe el espacio de centro con una impostura que no engañaría a un niño pequeño. Y ese monumental error estratégico no tendrá remedio si acaba por consolidar la ironía dramática de un llamado «Gobierno de progreso».