Ignacio Camacho-ABC

  • Al preparar su proyecto fuera de la política, Iglesias dibuja para Podemos un futuro de mero satélite socialista

La salida de Pablo Iglesias del Gobierno fue una buena noticia, un acontecimiento positivo para el país que Ayuso se atribuyó con una parte de humor oportunista, otra de razón y una pizca de chulería castiza. Quizá el primer beneficiado de esa renuncia sea Pedro Sánchez, a todas luces aliviado de sacarse de encima a un aliado incordiante que le objetaba las decisiones, le disputaba el liderazgo y lo metía en dificultades ante una Europa reticente a considerarlo un socio presentable. Pero también España sale ganando porque aunque Podemos siga en el Gabinete y lo sostenga con su apoyo parlamentario resulta obvio que va a perder gran parte de su influencia, y si la izquierda acaba derrotada en Madrid el día 4 es probable que Iglesias acelere su desembarco en el proyecto mediático -felicidades, querido Chicote- que anda negociando. Reconvertido en agitador de plató, el papel en que empezó, tendrá un indiscutible impacto de opinión pública pero hará mucho menos daño que sentado en el cuadro de mandos del Estado.

De hecho llevaba un tiempo sugiriendo que el poder no es como lo había imaginado. Y tiene razón en la medida en que pensaba en un poder autoritario, sin contrapesos institucionales, unívoco y compacto como el que ejercen sus amigos populistas latinoamericanos. El portazo no es un gesto de generosidad sino de frustración adolescente ante el fracaso. En el Consejo de Ministros se ha dado cuenta de que la democracia es de naturaleza mucho más compleja y de que ni siquiera la tendencia bonapartista de Sánchez tiene suficiente fuerza para desmontar los mecanismos esenciales del sistema. Los desnaturaliza, los bastardea, pero no los vuelca. E Iglesias, cuyo ego requiere desafíos de grandeza, no entró en política para gestionar asuntos que le parecen una bagatela. Necesita ser líder en algo, al menos en audiencias.

Con 35 escaños es imposible asaltar el cielo, aunque lo haya desestabilizado en la medida en que podía hacerlo. El filósofo Luc Ferry, el ministro de Educación de Chirac que prohibió el velo musulmán en los colegios, solía distinguir entre el poder y el presupuesto y decía que la única señal de autoridad que había encontrado en el Gobierno consistía en no preocuparse de buscar aparcamiento. A él no se le ocurrió colocar a parientes, parejas y amigos, ni el presidente de la República se lo habría permitido; en los países serios hay cierto nivel de exigencia ética con los caprichos.

Con sus gestiones para devenir en un Varoufakis español, un conferenciante bien pagado con tribuna televisiva al servicio de su vocación activista, el caudillo podemita viene a admitir que el futuro de su formación se parece mucho al de la antigua Izquierda Unida: un satélite del Partido Socialista. Ahora la prioridad es su propio proyecto de vida; la revolución siempre puede esperar a que mejoren las condiciones objetivas.