La explosión en sí legítima y comprensible de orgullo nacional no se libra de los vicios que de antaño la aquejan ni siquiera cuando se expresa en asociación con algo que, como el deporte, muy bien podría mantenerse ajeno a la confrontación que entraña la política.
Les aseguro que tenía tomada la decisión de no mencionar en este artículo dominical nada relacionado con el Mundial de fútbol. Me parecía lo más apropiado. No quería contribuir, aunque sólo fuera con este mi insignificante granito de arena, a la confusión general de espacios políticos y deportivos que está produciéndose en todos los medios y que me parece un tanto descabellada. Mi intención era, por el contrario, la de preservar de la contaminación ambiental este mínimo rincón, de modo que a él pudiera quizá acercarse algún raro lector deseoso de sentirse libre del estruendo con que le aturden esas malditas vuvuzelas que zumban por todas partes.
Ése era, como digo, mi propósito. Y a él creí poder atenerme hasta anteayer, cuando la cadena de televisión en que sigo las noticias del mediodía abrió el telediario con el ya famoso pulpo de Oberhausen, que acababa de predecir la victoria de la selección española en la final que esta noche juega con la de los Países Bajos. Me sentí estúpidamente solo. Me percaté, en efecto, de que mi propósito era vano y en exceso pretencioso, y concluí que a nadie ofendería, sino todo lo contrario, el que yo también me dejara llevar en estas líneas por la irresistible corriente futbolera que a todos nos arrastra. Por lo demás, tampoco me suponía sacrificio personal alguno el cambio de opinión. Al fin y al cabo, y por purista que sea en esto de la distinción de los espacios periodísticos, seré de los pocos que en este país no se han perdido ni uno solo de los partidos del Mundial que han podido compatibilizarse por razones de horario.
Pero dicho esto, y confesada mi desmedida afición al fútbol, he de confesar también, antes que nada, que, desde que la selección española comenzó a dejar clara sus posibilidades de victoria, al sentimiento de alegría se me ha añadido con excesiva frecuencia otro de sonrojo. A ver si nos entendemos. Comprendo y acepto de buen grado las expresiones de júbilo colectivo que acompañan al triunfo deportivo. No es España el único país al que se le hincha la vena del orgullo patrio cada vez que sus deportistas se ven coronados por el éxito. No creo que sea siquiera, desde este punto de vista, el más dado a los excesos.
Me ha tocado en suerte asistir en persona a desbordamientos de entusiasmo popular que se han producido en varios países tras el triunfo de su selección en un Mundial de fútbol y no pienso que el de España los supere si esta noche le llegara el caso de demostrarlo. No es, por tanto, a lo que me refiero cuestión de la intensidad del entusiasmo popular ni de la identificación que se produce entre el éxito deportivo y el orgullo nacional. Eso es un fenómeno propio de los tiempos modernos en cualquier lugar del mundo.
Por otra parte, también me resulta muy comprensible que en España se viva en estos momentos con especial explosión de alegría y orgullo el eventual triunfo en una especialidad deportiva en la que tantas veces se ha esperado mucho más de lo que se ha conseguido. Además, la coincidencia en esta precisa ocasión de un plantel de futbolistas que se ha ganado el reconocimiento del mundo entero por la excelencia de su juego hace aún más explicable el entusiasmo que ha ido creciendo en torno al equipo nacional. Sería, esta vez, aparte de un triunfo esperado, un triunfo merecido. No siempre coinciden ambas cosas.
El sonrojo que enturbia mi alegría tiene, pues, poco que ver con esos excesos de entusiasmo patriotero que acompañan al triunfo deportivo y que deberían dejar de ser tenidos por tales si se los comparara con los más exacerbados que se prodigan en cualquier país de nuestro entorno. Surge, más bien, al constatar que, en este caso nuestro, la explosión en sí legítima y comprensible de orgullo nacional no se libra de los vicios que de antaño la aquejan ni siquiera cuando se expresa en asociación con algo que, como el deporte, muy bien podría mantenerse ajeno a la confrontación que entraña la política.
Ocurre, así, entre nosotros, por poner sólo el ejemplo más inocuo, que hasta el diverso origen nacional o regional de los miembros de la selección, en vez de ser aprovechado para reforzar los sentimientos de empresa compartida y de pertenencia común, es azuzado desde fuera en términos de preponderancia de unos sobre otros y de rivalidad. Incluso el logrado nombre de ‘La Roja’ les resulta a algunos ofensivo. Con todo ello, las banderas, más que ondeadas al viento en señal de orgulloso entusiasmo colectivo, pueden acabar siendo blandidas por sus mástiles en busca de algún enemigo al que golpear.
Para evitar riesgos como el citado, yo he decidido depurar excrescencias emocionales e identificarme en exclusiva con la selección. No hay que hacer mucho esfuerzo para conseguirlo. Rara vez se habrá reunido en el deporte un grupo humano tan merecedor de respeto y de admiración como éste que compone la actual selección española de fútbol. A sus excepcionales dotes técnicas une una calidad humana y una profesionalidad que serán difícilmente repetibles en el futuro. Se ha ganado ya el triunfo que esta noche le espera y los demás, el derecho a compartir y disfrutar un poco de su merecido sentimiento de orgullo.
José Luis Zubizarreta, EL CORREO, 11/7/2010