EL MUNDO – 30/12/15 – FELIPE FERNÁNDEZ-ARMESTO
· El empeño de los dirigentes catalanes en pisar la ley para separarse de España hace que su objetivo pierda toda razón posible. No hay que olvidar que los únicos que no respetan las constituciones legítimas son los tiranos.
El futuro no es sino el pasado que queda por suceder. Cuando se cumpla nos sorprenderá, tanto por las novedades que se registren como por los ecos que resuenen. Me cuesta buscar soluciones históricas a problemas actuales, porque a los historiadores nos interesa el pasado por sí mismo, no por ser un ensayo del presente. Ajustar el mundo que habitamos es propio del político mundano, del pastor religioso y del científico de vocación práctica. A veces, sin embargo, y ahora mismo, por ejemplo, el momento histórico que vivimos nos obliga a destacar precedentes relevantes.
No voy a gastar el tiempo ofreciendo un cursillo histórico a los oportunistas de Esquerra Republicana ni de la CUP. Son revolucionarios. El pasado sólo les atrae como objeto de odio o fuente de mitos distorsionados que encajen su modelo ideológico. Ni vale la pena intentar informar a los señoritos de Convergència, quienes han sacrificado su libertad de actuar cediendo su soberanía personal y su independencia de juicio a sus aliados extremistas.
Pero se me ocurre que a los ciudadanos, y votantes, les interesarán las historias previas de secesiones malogradas, nacionalismos maliciosos y soberanismos destructores. Son historias largas y deprimentes, pero cabe señalar una que no se suele citar en el contexto catalán, por no tratarse de la Historia de España, ni siquiera de Europa, pero que tal vez sea la más relevante: la del país donde escribo estas líneas –Estados Unidos– y concretamente el caso –clásico, desde luego, en la historia del derecho constitucional estadounidense– de la secesión de Carolina del Sur, que vino a ser el casus belli de la guerra civil norteamericana.
El 26 de abril de 1852, ese estado –uno de los 13 que formaron la unión norteamericana tras el proceso constitucional entre 1787 y 1790– proclamó su derecho a la secesión. Todo el mundo sabía perfectamente, y los mismos independistas lo reconocieron abiertamente, que el motivo del desafío era defender la esclavitud, una institución honrada según los que aprovecharon la explotación de los negros. Pero motivos –aun siendo honrados– no equivalen a justificaciones. Había que buscar argumentos jurídicamente fehacientes para legitimar el movimiento separatista. Y el 20 de diciembre de 1860, cuando una tal llamada Asamblea del Pueblo, convocada por Carolina del Sur, declaró que había llegado la hora de ejercer el derecho reclamado ocho años antes, los portavoces de la separación remitieron a varios principios de jurisprudencia y alegatos históricos.
Como los independistas catalanes de hoy, los carolinos de 1860 mantenían una versión de la historia basada en un pasado soberano irrelevante, por tratarse de una época remota, antes de la constitución de un país unido. Se dieron cuenta, en cambio, de que, a pesar de su utilidad retórica, los mitos históricos no servían para justificar la quiebra del país. Aprovecharon más bién el hecho de que, a diferencia de España, Estados Unidos era un país establecido por una rebelión donde, por tanto, no se podía discutir el derecho a rebelarse.
Un periódico neoyorquino –o sea, de una región donde no se permitió la esclavitud y donde nadie tenía interés ninguno en socavar la unión– comentó favorablemente el gesto de los carolinos. Si la doctrina revolucionaria, rezaba textualmente el comentario, «permitió que los tres millones de colonos se independizasen del imperio británico, no nos explicamos por qué no permitir que cinco millones […] se separen de la unión federal».
Pero no quedaban contentos los carolinos con la reivindicación de la rebeldía. Lo que más le interesaba era demostrar la legitimidad constitucional de su postura. No se atrevían a sugerir que la constitución les concediera el derecho de secesión –a pesar del hecho de que la constitución estadounidense es bastante ambigua, o más bien silenciosa, en este asunto. La española es terminante: el país es indivisible; las autonomías son partes integrantes de España; y para cambiar la Constitución hay que lograr un consenso entre todos los españoles. En EEUU, en cambio, no hay ninguna declaración clara sobre la indisolubilidad de la unión. Había, y sigue habiendo, expertos en el tema que mantenían –y siguen manteniendo– que la soberanía de cada estado está implícita en la constitución.
El artículo 5, sin embargo, reserva al Congreso –es decir, a la asamblea representativa de todos los estados en su conjunto– el derecho a cambiar la constitución. Y los de Carolina del Sur no quisieron ser acusados de inconstitucionales. Por eso, en lugar de pretender descartar, suspender o desobedecer la constitución, remitieron a una fórmula bastante sutil: que otros estados ya habían roto el contrato constitucional al dar refugio a esclavos escapados (y efectivamente, una de las cláusulas de la constitución descalificaba esa práctica). Su declaración rezó textualmente:
«Nosotros, el pueblo de Carolina del Sur, […] invocando al Juez Supremo para atestiguar la rectitud de nuestras intenciones, hemos declarado solemnemente que la unión antes extistente entre este estado y otros estados de Norteamérica se ha disuelto y que el estado de Carolina del Sur ha vuelto a ejercer su puesto entre las naciones del mundo, como estado distinto e independiente».
He aquí la gran diferencia entre la banda separatista catalana y sus predecesores norteamericanos decimonónicos. Los de ahora caminan para desafiar a la Constitución. Los de entonces procuraban respetarla. ¿Por qué la discrepancia? ¿Por qué no hicieron los carolinos lo que intentan los separatistas en Cataluña, descartando las leyes que no les convenían y desdeñando la constitución del país del que les apetece abjurar?
Parte de la respuesta se encuentra en el discurso pronunciado ante el Congreso de Estados Unidos por el presidente James Buchanan, en 1860, mientras la crisis de Carolina del Sur se desarrollaba. Si no se respetara la constitución en vigor, comentó Buchanan,«la unión no sería sino un hilo quebrantable, según el capricho y los bandazos de cada una de sus partes constituyentes». Si Cataluña puede prescindir de la legitimidad para separase de España, Girona o Vich tendría el mismo derecho a separase de Cataluña –o Sitges o Sants o el barrio chino de Barcelona podrían proclamar su independencia. Efectivamente, fue más o menos de esa manera cómo se provocó la guerra civil norteamericana, cuando la guarnición de una fortaleza dentro del territorio separatista rehusó someterse al mando de los que habían proclamado la independencia.
Pero existe otro motivo, absolutamente sagrado, para obedecer la constitución en vigor hasta conseguir reformarla dentro de las normas de la legalidad. Los únicos que no respetan a las constituciones legítimas son los tiranos. En los que desdeñan ahora la Constitución Española no se podría confiar en que respetaran luego una futura constitución catalana, aun si la escribieran ellos mismos. El Estado de Derecho es nuestra garantía contra esos nuevos dictadores.
La mayoría de los catalanes rechaza la superchería independentista por el daño que les podría hacer: que sus familiares en el resto de España se volverían alienados; que el nacionalismo volvería tan despiadado como siempre; que la corrupción sería peor que nunca; que los gastos del Gobierno se multiplicarían; que la economía se hundiría; que los de extrema izquierda seguirían practicando su chantaje político; que por razones basadas en su política interna, ni los franceses, ni los ingleses, ni los alemanes, ni los belgas, ni los finlandeses, ni varios países más admitirían a una Cataluña independiente en la Unión Europea. Y tal vez, si los votantes pensaran en el modelo estadounidense de 1860, se darían cuenta de que la constitución es el fundamento de todo estado legítimo y el amparo de todos contra el despotismo.
En EEUU siguen en vigor múltiples movimientos secesionistas en los estados de Texas, Carolina del Sur, Vermont, Nueva Hampshire; en otras entidades, tales como Puerto Rico, cuya condición no es la de un estado, sino de un territorio integrado en el país y varias tribus indígenas. La Casa Blanca tiene registradas peticiones, firmadas por unos 200.000 ciudadanos, pidiendo la disolución de la unión. Pero ninguno de éstos se atrevería a socavar o ignorar la constitución. Aquí nos acordamos de 1860.
Felipe Fernández-Armesto es historiador y titular de la cátedra William P. Reynolds de Artes y Letras de la Universidad de Notre Dame (Indiana, EEUU).