- El precio de la perpetuación de Sánchez en el poder es el secuestro de la soberanía por el nacionalismo. Su coste, la erosión de la democracia y la convivencia en España.
En la vida, y también en la política, uno debe preguntarse cuánto vale seguir hacia delante. Igual que Macbeth se interrogaba sobre la traición y las puertas que se cierran para siempre con ella, uno debe representarse el futuro como el precio, al menos parcial, del presente. Siempre ocurre así.
La política de casino y tirada del Gobierno de Pedro Sánchez ejemplifica como ninguna otra antes la decadencia de la tensión histórica entre la ética de la justicia y la oportunidad para la detentación maquiavélica del poder.
Si antes el gobernante se había de preguntar sobre los anclajes de su Gobierno, hoy esa cuestión se ha diluido en los meandros del cesarismo contemporáneo de la España del veintidós, en la que la misma idea de país (no digamos de nación) o la forma política es sacrificada puntualmente a cambio de un minuto más de posesión.
En los prolegómenos del Mundial, Sánchez aspira a encontrar su gol de oro, aunque sea a expensas de todos los españoles. Nosotros siempre fuimos (y sólo hemos sido) una coartada abstracta para las fabulaciones del emperador.
La reforma del Código Penal para suprimir el delito de sedición y auspiciar la fuga autorizada de los condenados por el juicio del 1 de octubre es sólo un episodio más de los muchos que ha ido conformando al sanchismo como la forma más aberrante de gobierno acontecida en España.
Lo relevante, aunque pase desapercibido para juristas, periodistas o ciudadanos, no es la modificación normativa de un tipo delictivo, sino la instrumentalización de la ley como elemento de perpetuación política a cualquier precio.
«El mayor pecado del constitucionalismo fue su generosidad con quienes nunca sintieron como propia ni la democracia ni su modelo de convivencia»
Si el Estado de derecho es, precisamente, un límite (el de la legalidad) a la misma acción política que acomete incluso el Ejecutivo democrático, qué duda cabe de que esa noción, con sus precedentes y su reflejo en la vida social, queda destruida cuando ya no existe el límite y sólo la ponderación de la oportunidad. España no es país para leyes.
Lo padecimos con los decretos inconstitucionales de estado de alarma y con el pervertido ejercicio permanente de seducción a un nacionalismo que ha hecho del Congreso de los Diputados el rehén perfecto para un secuestro, el de la soberanía, a cámara lenta. Las cesiones y prebendas para subsistir con los Presupuestos Generales, la «mesa de diálogo», los indultos…
¿Todo para qué? ¿Cuánto le cuesta a España la continuidad amoral de su presidente?
Si el Gobierno de Pedro Sánchez fuese realmente europeísta no apoyaría su pretensión reformista penal en la falsa homologación de un delito cuyos contornos en comparación con los de otros Estados son difusos. Hablamos, por supuesto, de Francia o Alemania. Aunque quizá otros ponen su vista en otra Europa. Lo ignoramos.
[Feijóo anuncia que el PP registrará una propuesta para «mantener la sedición en el Código Penal»]
Al Gobierno, la Unión Europea o la armonización de disposiciones sancionadoras penales le da igual. Nunca se ha querido mirar más allá, sino interiormente, hacia lo profundo de la caverna nacionalista, donde se narran a la luz de las hogueras historias de hispanofobia y se abjura el régimen del 78.
Ese régimen, del que también reniegan los cartílagos morados y transoviéticos del Ejecutivo, es el mismo que permitió el Estatuto de Cataluña, el pujolismo o, paradójicamente, la participación de los nacionalistas periféricos en las Cámaras de representación de nuestro país.
El mayor pecado del constitucionalismo fue su generosidad con quienes nunca sintieron como propia ni la democracia ni su modelo de convivencia. Hoy, quizá, sea demasiado tarde.
«Asistimos estupefactos a la voladura (des)controlada del modelo constitucional que permitió la superación social de la dictadura franquista, la modernización económica y el bienestar»
La ley orgánica que se apruebe y publique en el Boletín Oficial del Estado permitiendo el retorno glorioso del inefable Carles Puigdemont y la conclusión ejecutoria de Junqueras y sus secuaces será una ley éticamente muerta.
Y lo será porque contradice la misma esencia que late en cualquier sistema democrático. La de que la paz sólo es alcanzable a través de la justicia y que a esta jamás se puede llegar por los atajos de la impunidad.
Ni paz ni justicia son términos hoy observables en el acervo de la XIV legislatura. Asistimos reunidos y estupefactos a la voladura (des)controlada del modelo constitucional que permitió la superación social de la dictadura franquista, la modernización económica y el bienestar.
¿Cuál es el precio de este presente? El futuro inmediato de un presidente.
«Tendrán que ser más claras, pues estoy decidido a conocer con los peores medios, lo peor. A mi propio interés todas las otras causas se someterán. He ido muy lejos en el camino de la sangre. Y si más no avanzase tanto daría volver como ganar la orilla opuesta», pronuncia Macbeth antes de asumir las consecuencias inevitables de su destino.
Shakespeare conocía la suerte del traidor, pero España todavía no conoce la suya.
Lo único cierto, lo único real y tangible, en este cuento lleno de ruido y de furia es que Sánchez ha vuelto a poner en marcha la ruleta, que a los laterales de la mesa esperan las manos sudorosas de EH Bildu y ERC y que el precio de seguir hacia delante ahora es la exculpación del nacionalismo violento y cavernario con la contraprestación de un puñado de votos en la próxima sesión plenaria.
Ruido de casino y ansiedad de ludópata para el último salto hacia delante del Gobierno. Al fondo, en la oscuridad y penumbra de la sala, España suspira y se encomienda a los cielos: «Es noviembre… sólo queda un año».
*** Álvaro Perea González es letrado de la Administración de Justicia.