EL MUNDO 28/02/14
SANTIAGO GONZÁLEZ
El primer Debate sobre el estado de la Nación se celebró en 1983 y desde aquél ha habido 24. Es un clásico menguante del parlamentarismo, empieza con mucho brío con los dos primeros espadas y luego va desaguando poco a poco hacia la nada: las intervenciones de los grupos pequeños, rematada por la del más grande, ayer el PP, en una apoteosis tautológica que muestra su acuerdo con el discurso del presidente del Gobierno. Nos ha jodido mayo.
Cada cual ha declarado siempre ganador a los suyos, salvo en la excepción Borrell (29 de mayo de 1998). Los socialistas salieron del Hemiciclo cantando la derrota de su candidato. Ésta era evidente incluso para mí, que era muy borrellista, pero la novedad es que nunca habían considerado antes, ni volvieron a considerar después, que un socialista perdiera el debate, ya como presidente del Gobierno o como jefe de la oposición.
Los medios hicieron encuestas: sólo El País y El Plural sostuvieron que había ganado Rubalcaba. En realidad, los oradores hablaron para los suyos, aunque Rajoy tenía un espectro más amplio. A Rubalcaba, la estrategia le tira de la sisa: necesita el discurso apocalíptico para seguir al frente del PSOE tras las elecciones de mayo y volver a competir en generales frente a Rajoy. Falta por ver si puede ganar las europeas gracias a la tentación del personal de darse un homenaje gratis contra el Gobierno, un brindis al sol. Pero en unas elecciones de verdad, las jeremiadas de Rubalcaba van a espantar a los votantes en su hábitat, ese centro sociológico, ya tan teorizado.
Lo más notable es que no hubiera un solo acuerdo para una resolución contra el secesionismo en Cataluña. Salió la del PP, claro, que invocaba «los principios que fundamentan la Constitución» y negaba que «una parte de la ciudadanía pueda decidir lo que corresponde al pueblo español, ni una autoridad, (…) situarse por encima de la ley». Tal vez fuese una simpleza, como afirmaba UPyD, pero por eso mismo parece difícil que un partido nacional pudiera poner reparos.
Claro que Rubalcaba, votante arrepentido, ya prometió el otro día que no iba a gritar ¡viva la Constitución! cada 15 días y todavía no han pasado. Tal día como ayer, citar la Constitución ante el Grupo Socialista era como gritar «¡Frau Blücher!»a los caballos de El Jovencito Frankenstein. En realidad, Rubalcaba podría ser una secuela: Young Frankenstein, thirty years after. Y su actitud, explicable en clave interna: no había que revolver las aguas ni turbar el alma nacionalista del PSC.
El lugar geométrico de Rubalcaba es la mediatriz entre Constitución y secesión. No se define tanto en relación al problema como a sus adversarios: entre la derecha y el nacionalismo. Es un lugar engañoso, una falsa equidistancia: la España de las Autonomías está mucho más cerca de las aspiraciones máximas de los nacionalismos de entonces que de las posiciones que tenían los partidos españoles. De derecha, de centro o de izquierda. También el PCE. Y el PSOE, también el PSOE, donde, por cierto, Rubalcaba ya estaba.