Pedro Insua -EL ESPAÑOL
En líneas generales, al abordar temas políticos se suele partir de una distinción absolutamente ideológica, en la medida en que no tiene fundamento in re, pero que se asume como si fuera una evidencia axiomática, manifestación de un indiscutible sentido común, y es la distinción entre la sociedad civil y el Estado. Una sociedad civil articulada por la empresa, como artífice del negocio, y por la familia, como artífice de la generación, y que tiene una vida independiente del Estado, que es la institucionalización que encarna la vida política.
Existe una corriente muy fuerte en España, sobre todo muy bien posicionada en internet y las redes sociales, que comprende al Estado como una especie de elemento obstaculizador cuya función social es la de interrumpir las dinámicas siempre armoniosas (con armonía preestablecida, de orden espontáneo) de la sociedad civil (familia y empresa), ocurriendo así que su labor se resuelve, invariablemente, en molestar, sea con la presión fiscal (siempre abusiva), sea con sus tinglados subvencionados (a los que acompaña inevitablemente el despilfarro), sea con su burocracia (siempre mastodóntica). La vida social quedaría plenamente satisfecha, bien ordenada, sin las interferencias caóticas del Estado.
Quiero decir con esto que las políticas llamadas liberales tienen sentido sólo partiendo de esa ficción que separa a la sociedad civil del Estado. O sea, ninguno. Porque, en realidad, no hay tal separación ni puede haberla, y el que se dice liberal opera con los mismos mecanismos del Estado que lo hace el totalitario.
Por decirlo en términos algo más terminantes, policiales, si se quiere, mossoescuadreros, “la sociedad civil no existe, imbécil”.
Y es que, siguiendo aquello de Aristóteles de que, estructuralmente, el todo es anterior a las partes, es el Estado el poder que da forma a la sociedad al fijar, para empezar, su ámbito territorial, que sólo puede ser determinado por el poder del Estado (en rivalidad con otros), y es lo que se llama frontera. Y, para continuar, todo el ordenamiento jurídico, con el régimen de propiedad, incluyendo el derecho privado (patrimonial, sucesiones, etcétera), así cómo los códigos civiles, penales, de comercio…
Hablar de minarquismo es un modo retórico de hablar. Porque si el Estado conserva los poderes de hacer las leyes, del monopolio de la violencia, y etcétera (como contempla el minarquista), de mínimo no tiene nada. El Estado, en este sentido, es siempre absoluto (frente a otros Estados) y totalitario, y no puede ser de otra manera, porque va en ello su propia definición como soberano.
Dice Spinoza en Tratado político: “Gracias al poder de la nación, cualquiera puede considerarse dueño de sus posesiones. Pues sólo el poder del Estado, que hace valedera toda voluntad, hace que cada uno sea el dueño de sus propios bienes”.
Dice el “liberal” Locke en su Tratado del gobierno civil: “El poder político es un derecho a dictar leyes sancionadas con la pena de muerte y, consecuentemente, también cualquiera otra que conlleve una pena menor, encaminadas a regular y preservar la propiedad, así como a emplear la fuerza de la comunidad en la ejecución de tales leyes y en la defensa de la república de cualquier ofensa que pueda venir del exterior; y todo ello teniendo como único fin la consecución del bien público”.
Dice Rousseau en El contrato social, la mejor de sus obras (por no decir la única buena): “Sea cual fuera la forma en que se haga esta adquisición, el derecho que cada particular tiene a su propio fondo está siempre subordinado al derecho que la comunidad tiene sobre todos, sin lo cual no habría en ella ni solidez en el vínculo social, ni fuerza real en el ejercicio de la soberanía”.
La prueba del realismo político en el que se mueven estos autores es que, en cualquier ordenamiento jurídico se contempla la posibilidad del requisamiento de bienes particulares o de la expropiación de cualquier terreno (por encima de la propiedad privada), incluso la retirada de la patria potestad (por encima de la institución familiar), si el Estado así lo requiriese, y no existe poder alguno que lo pueda impedir.
Es más, en el Estado (y cualquier Estado opera así realmente), y en la medida en que sea consistente, prevalece siempre el bien común (general) sobre el bien propio (particular), de tal manera que un Estado degeneraría (se corrompería, es decir, actuaría despóticamente) si hiciera prevalecer el bien particular (propio, idion) sobre el bien general (común, de la polis).
En definitiva, la distinción sociedad civil-Estado es completamente ideológica, nada tiene de evidente y está ligada a ciertas familias o grandes empresas o grupos de poder en general (incluyendo los de la casta sacerdotal), que ven en el Estado un freno u obstáculo para sacar adelante sus intereses particulares.