La soledad de un rey

ABC 02/05/15
IGNACIO CAMACHO

· La democracia que impulsó Juan Carlos parece sentir cierto complejo de culpa que le impide reivindicarse a sí misma

LA abdicación de Don Juan Carlos comenzó el día en que se sintió obligado a pedir perdón tras el viaje a Botswana. Un Rey que pide disculpas en el pasillo de una clínica carece de autoridad moral para reinar y en realidad está suplicando que lo dejen continuar en el trono. El gesto tuvo un eco amable en la sociedad española debido a la gratitud emotiva que le guardaba al artífice de la democracia, pero su carisma quedó diluido en aquella escenografía tan sórdida. Ni siquiera quedó claro si se disculpaba por haber ido a África, por ir con Corinna o por matar un elefante; la sensación que dejó fue la de que lo hacía por ser Rey y que trataba de ganar tiempo en un declive sin retorno.

El bienio siguiente fue una agonía política acelerada por el desgaste físico y por los clavos procesales que el juez del caso Urdangarín claveteaba en el simbólico ataúd del juancarlismo. Pero hace un año todo cambió con un golpe de audacia, un volantazo, el último servicio del monarca a su país. Aquel salto al vacío se ha revelado como la única operación institucional de éxito desde que comenzó la crisis en España. El relevo no sólo ha renovado la Corona: la ha descartado como problema de Estado, la ha vuelto a atornillar en la clave de bóveda del régimen constitucional y la ha alejado de la incertidumbre y del marasmo. El debate duró menos de quince días y la decisión demostró que cualquier proceso de cambio puede salir bien cuando se aborda con la determinación suficiente. Era entonces o nunca; de haberse aplazado la cuestión, el creciente deterioro de la atmósfera pública la habría convertido en un descalzaperros.

El vértigo político ha sido, no obstante, injusto con la figura del Rey abdicado. Lo ha empujado a un discreto, casi clandestino plano de sombras que desmerece la importancia de su legado histórico. El largo reinado de Juan Carlos contiene demasiados aciertos para reducir su memoria al marco sesgado de una pendiente final de oprobio. Cercado por la desconfianza y apocado por el vigor de las tendencias rupturistas, el sistema político que puso en marcha parece sentir cierto complejo de culpa que le impide reivindicarse a sí mismo. Gran error éste de ceder el relato a los arúspices del aventurerismo y permitir que el régimen de libertades quede cuestionado como una especie de democracia fallida. La ola de irritación social puede empujar a un monarca en apuros a buscar la absolución de la opinión pública pero no debe arrastrar por el fango una herencia de la que sentir orgullo.

La soledad del Rey padre simboliza la pérdida de la autoestima nacional y la laxitud de una conciencia colectiva anestesiada por el pesimismo moral. Esa especie de pudor encogido y timorato a la hora de reclamar los valores de la refundación democrática constituye una equivocación estratégica que favorece la irresponsabilidad adanista de los profetas del fracaso.