La sopa boba

ABC 05/08/16
LUIS VENTOSO

· A veces es más cómodo ser okupa profesional que buscar curro

VAMOS con dos historias de Vigo, la luchadora ciudad atlántica que descansa sobre una ría de postal. La primera se desarrolla en los años cincuenta y la segunda, ahora.

Un matrimonio con cuatro hijos emigra a Vigo a finales de los cuarenta. La guerra ha arrasado España. Las oportunidades son nulas. Pero saldrán adelante. ¿Cómo? Sencillo: trabajando hasta la extenuación. El hombre es un marinero analfabeto. La mujer, un ama de casa lista, que mira cada patacón. Él se embarca a pescar en Gran Sol, en los mares grises de Irlanda, donde las olas son como casas. Apretándose el cinturón y enviando a trabajar a sus hijos desde la adolescencia, logran incluso comprarse una casa. Pero nada es regalado. Uno de los chavales empuja el carrito de un ultramarinos. Otro emigra pronto a Cantabria, donde aprenderá a cortar mármol. Al más inteligente lo emplean como botones en un casino portuario, donde echan la partida los armadores vigueses. Combina ese trabajo con sus estudios en la Escuela de Náutica y logra el título de patrón de pesca de gran altura con solo 17 años, uno de los más jóvenes de España. Siendo un criajo, manda ya sobre lobos de mar. Naufraga antes de casarse, atado a un tablón y al borde de la hipotermia. Pero persevera hasta que se revela como un mago de lo suyo. Paga los estudios a un hermano y a otros familiares para que se hagan también capitanes de pesca (18 días seguidos en Gran Sol sin ver a la familia y solo dos en tierra). Prosperan, se convierten en armadores. Sus hijos ya van a la universidad. Todos acaban llevando buenas vidas, labradas sin una sola baza en la línea de salida.

La segunda historia la publicaba ayer «La Voz de Galicia». Adrián y Gloria, en la primera treintena y padres de un niño de 3 años, vivieron dos como okupas en un chalé de 600 metros cuadrados en la Gran Vía de Vigo. El dueño, incapaz de desalojarlos de su propiedad –comprada con su esfuerzo–, llegó al nivel de desesperación de pagarles un piso de alquiler por 450 euros al mes. Adrián cree que el propietario estuvo vivo, «porque si hubiésemos decidido quedarnos, solo los trámites judiciales para echarnos le llevarían mínimo dos años». La pareja, de aspecto rufo, recibe una ayuda social de 500 euros al mes. No pagan vivienda y tampoco alimentos, porque se los facilita una ONG.

Pero hay un problema: en otoño expira el acuerdo por el que el propietario les abona el alquiler. ¿Y qué van a hacer? ¿Buscará algo Gloria en el servicio doméstico o en un bar? ¿Se embarcará Adrián de marinero, o en las plataformas de petróleo de los mares del Norte? ¿Se irá a descargar camiones a la lonja? ¿Acaso emigrará, como hicieron millares de gallegos en las penurias del siglo pasado? Qué va: dice que tal y cómo está la situación laboral, no les queda otra que volver a ser okupas. Conclusión: mientras que una familia numerosa y sin nada logró salir adelante en el Vigo paupérrimo de los cincuenta, Adrián y Gloria son incapaces en el siglo XXI de hacer cualquier actividad productiva que les reporte algún ingreso. ¿Y por qué? Pues porque están adocenados por la subcultura de la subvención (y sé que decirlo es un grave pecado contra la corrección política, pero es así).

En España hay un problema creciente de desigualdad social tras la crisis, una tasa de paro lacerante y gente que lo pasa horriblemente mal y necesita y merece ayuda del Estado. Pero la foto no se completa sin reconocer que también hay jetas de hormigón armado, que se han ahormado al subsidio y se niegan a intentar pilotar sus vidas saliendo adelante como siempre se ha hecho: currando, Adrián, currando.