Fernando Savater, EL CORREO 24/11/12
El populismo separatista, incluso cuando no hay ninguna prisa para ponerlo en práctica, es un útil entretenimiento para tapar errores y hasta fechorías, inflamando egoísmos colectivos y adormeciendo cerebros individuales.
Parece ser una ley histórica del funcionamiento de las ideologías políticas que el vacío dejado por la democracia institucional –cuando fallan en la práctica las garantías de derechos y las promesas de prosperidad general– se vea inmediatamente lleno por la mermelada demagógica del populismo. Lo característico de la oferta populista es denunciar los procedimientos y garantías del sistema democrático como lo opuesto a la democracia, que sería una emanación directa, inmediata y sin trabas del Pueblo. En efecto, ya en sus comienzos griegos pero sobre todo desde su reinvención en la modernidad a partir de las revoluciones del siglo XVIII, la democracia –o sea el gobierno de los ciudadanos por los ciudadanos y para los ciudadanos– se ha caracterizado por establecer una serie de cautelas y barreras defensivas frente al Pueblo. O más bien frente a los que se autoproclaman portavoces inapelables del Pueblo, que se expresa por su boca sin atender a zarandajas legales. El Pueblo es precisamente lo contrario de la democracia, porque cuanto quiere, exige o reivindica –según sus espontáneos voceros, claro– es indiscutible e inapelable; mientras que lo propio de la democracia de los ciudadanos es que todo pueda y deba ser discutido –por eso la democracia es parlamentaria– y siempre quepa apelar a instancias de arbitraje, para lo cual se establece la división de poderes.
El nacionalismo es una ideología política que puede y en ocasiones sabe someterse a la disciplina democrática, pero que siempre guarda muy viva la tentación populista. Después de todo, su base es mucho más afectiva y sentimental que razonante. Si uno se proclama comunista o liberal, pongamos por caso, no puede coherentemente negarse a discutir sus principios, a argumentar a favor de las medidas que propone frente a otras diferentes o a discernir entre las diversas escuelas doctrinales que se enfrentan dentro de su tradición política. Hace falta manejar cierta bibliografía… Pero todo eso es superfluo para quien declara que se siente nacionalista: no hay nada que explicar ni razonar, nada que justificar porque es algo que hay que ser como mandan las tripas y quien no lo es se cae del Pueblo y se enfanga en la tiniebla enemiga. Se trata de una doctrina política muy barata, al alcance de cualquiera, por indigente mental que sea… y sobre todo si lo es.
El señor Artur Mas ha sido durante largo tiempo un nacionalista formal (quiero decir: democráticamente formal) hasta que últimamente parece haberse entregado de lleno a la tentación populista. Y como es clásico ha pasado inmediatamente a considerar prescindibles y opresoras las leyes del Estado en que vive (y mediante las cuales ha llegado al destacado cargo que ocupa) para vitorear una voluntad popular que podría expresarse al margen de ellas de modo plebiscitario, aunque sólo en Cataluña. Pese a que su propuesta independentista afecta por igual a todos los ciudadanos españoles y no únicamente a los empadronados en esa región autónoma, el referéndum de bordes imprecisos respecto a su fondo y a su momento que viene planteando sólo se dirigirá a los catalanes. Los catalanes pueden decidir si quieren seguir siendo españoles pero los españoles nada tienen que decir sobre si aún quieren ser catalanes. Sorprendente. Y también sorprende que el propio término de ‘independencia’ quede en segundo plano en tal consulta respecto a otras fórmulas como la de ‘un Estado propio en Europa’, que es algo que obviamente no depende de la voluntad de los catalanes, ni siquiera de la del resto de los españoles sino que debería contar con la aprobación de los socios de la Unión Europea. Aunque, claro, una vez arrolladas las leyes de España por la democracia directa popular, por qué detenerse ante la legislación de Europa…
Decía Paul Válery que «hay palabras que cantan más que hablan». Sin duda ‘independencia’ es una de ellas pero podríamos señalar que en este caso ‘canta’ no sólo en el sentido imaginado por el poeta francés (es decir que expresa una exaltación del ánimo más que un contenido político) sino también en el de nuestra lengua, cuando decimos que ‘canta mucho’ o que ‘da el cante’. O sea que con ella se enmascaran intereses poco elevados que no quieren reconocerse abiertamente. Por ejemplo, encubrir una mala gestión de los asuntos públicos que han llevado a Cataluña a un enorme déficit y a severos recortes para los que se quieren buscar culpables fuera de los gobernantes locales mismos, cuya responsabilidad es obvia. No cabe duda de que el populismo separatista, incluso cuando no hay ninguna prisa para ponerlo en práctica, es un útil entretenimiento para tapar errores y hasta fechorías, inflamando egoísmos colectivos y adormeciendo cerebros individuales. Pero sólo sirve a los intereses de la cúpula nacionalista que se aprovecha de él, mientras causa daños difíciles de reparar y dificulta la recuperación económica del país de la que depende la prosperidad de la mayoría de los catalanes como la del resto de españoles. Las flatulencias que inflan el globo del Pueblo serán costeadas a alto precio por las economías domésticas y la disensión política de los ciudadanos españoles, incluidos los catalanes: lo veremos, ojalá me equivoque, más pronto que tarde.
Fernando Savater, EL CORREO 24/11/12