Ignacio Camacho-ABC
- Como ensayo de la fase de desconfinamiento, el retorno de la actividad industrial augura un proceso bastante chapucero
La vuelta parcial al trabajo, básicamente en la construcción y en la industria, la ha defendido el sector productivo con la oposición de bastantes epidemiólogos y médicos, y ambas partes tienen razones con las que defender sus argumentos. Unos, por la necesidad de mantener en funcionamiento al menos una porción de la actividad y del empleo; los otros, porque no ven conveniente correr el riesgo de que el contagio se dispare de nuevo tras haber constatado señales de un cierto freno. La decisión gubernamental se ha inclinado a favor de los primeros por razones económicas y como ensayo piloto de la fase de desconfinamiento. Pero a pesar de haber dispuesto de quince días para planificar la medida con orden y método el Ejecutivo ha vuelto a improvisarlo todo en el último momento, con el habitual resultado de confusión jurídica y administrativa, desbarajustes técnicos, desorientación de la población afectada y chapuceros retoques de madrugada en el decreto. Y, por supuesto, sin estudios sobre el eventual efecto infeccioso y sin negociar con las autonomías los detalles del procedimiento. La teoría del caos como sistema y como modelo según el manual de lo que el catedrático Alejandro Nieto llamó hace treinta años «la organización del desgobierno».
Mención aparte merece el sainete de las mascarillas, desaconsejadas en primera instancia por la sencilla razón de que no había existencias y ahora prácticamente obligatorias sin aclaración que justifique la voltereta. Ya no la pueden dar porque perdieron la oportunidad de una explicación sincera -decir que la prioridad eran los sanitarios obligaba a reconocer la falta de diligencia previa- y prefirieron agarrase al fantasmal criterio de supuestas voces expertas. El Gobierno ha logrado comprar in extremis, sin decir a quién ni a qué precio, una provisión para salir del paso pero en las farmacias no las hay apenas y el problema amenaza con volver, convertido en un gigantesco cuello de botella, cuando se levante el estado de emergencia.
Ése, el de la salida más o menos gradual a la calle, va a ser el siguiente punto crítico, sobre el que ya se han visto y oído varias contradicciones entre los propios ministros. Se trata de un salto cualitativo que no se puede dar sin un mapa epidemiológico preciso para cuya elaboración se requieren los hasta ahora inviables test masivos. El plan (?) de reincoporación se lo ha confiado Sánchez a su equipo de confianza, no a un comité científico, lo que supone enfocar desde el prisma político un proceso crucial en el inmediato futuro colectivo. Para arrancar un reactor nuclear averiado se necesitan ingenieros de alta cualificación, pero el presidente ha preferido encomendar a un grupo de mecánicos aficionados la maniobra más delicada de su mandato. Más vale que acierten porque estamos en sus manos. Y ni el Gobierno ni el país se pueden ya permitir otro fracaso.