JOSÉ LUIS ZUBIZARRETA-EL CORREO

  • En la inquietud que crea la pandemia se ha incrustado la lucha electoral y creado una tormenta perfecta que, al amainar, sólo nos dejará recoger tristes despojos
Me engañaría a mí mismo, y les engañaría también a ustedes, si les dijera que la pereza que siento ante esta página en blanco se debe a algún inesperado efecto de la vacuna que acaban de ponerme o a la reanudación del trabajo después de la pausa de dos domingos que me he tomado. La verdad es bien otra. Obedece a que la caótica realidad con que me encuentro a la vuelta me ha desconcertado. El deterioro ha tomado un sesgo tan cutre y chapucero, que al natural desconcierto se ha sumado un profundo hastío. Trataré de serenarme y ordenar los hechos para ver si soy capaz de analizarlos con un mínimo de coherencia.

Está, antes que nada, la pandemia que no cesa y evoluciona sin freno con una virulencia que no repara en lógicas. Las mismas medidas arrojan resultados diferentes, e idénticos resultados se repiten en circunstancias distintas. Basta, para comprobarlo, echar un vistazo al mapa de Europa y ver la irregular distribución de colores con que se expresa la difusión del virus y que muy poco tiene que ver con el rigor o la laxitud de las restricciones que cada país impone. Concluyamos, pues, antes de precipitarnos en culpar a unos u otros, que nos hallamos ante un fenómeno de cuya naturaleza sabemos menos de lo que ignoramos y que genera, por ello, incertidumbre. Hasta la esperanza que habíamos puesto en unas vacunas que ya están entre nosotros ha empezado a tambalearse por los fallos en su producción y distribución, así como, de manera muy especial, por las dudas que una de ellas -AstraZeneca- ha sembrado sobre su seguridad y que han trocado la esperanza en miedo entre no pequeños sectores de la sociedad.

Esto último, el miedo, resulta especialmente preocupante y no basta con negarlo o repetir que los beneficios que garantiza la incierta vacuna son superiores a los males que causa. No se evapora el miedo si a la exposición real a un riesgo -el trombo- se le contrapone la posible evitación de otro: el contagio. Ni tampoco el beneficio colectivo que supone la inoculación es capaz de ahuyentar el miedo al daño que uno mismo puede sufrir. El único antídoto es una información rigurosa y sincera, reforzada por la actitud ejemplarmente unida de los actores implicados, que es precisamente lo que más se ha echado en falta. Los políticos han dado el mal ejemplo de una desunión que más parece una desbandada y un sálvese quien pueda, y no pocos medios han pecado de farragosidad y ligereza, igualando al experto con el ignorante y atosigando al ciudadano con indigeribles datos sin aportar valor añadido alguno. El mejor modo, no de ahuyentar el miedo, sino de llamar al pánico. ¡Como para levantar el estado de alarma!

Esto, con otras muchas cosas más, es muy malo. Pero se ha agravado aún más cuando en la pandemia se ha incrustado la lucha política, haciendo de su tratamiento el principal objeto de debate. A este respecto, la llamada a elecciones en la Comunidad de Madrid ha venido a crear la tormenta perfecta. Las extravagantes, pero muy pensadas, provocaciones de Díaz Ayuso han tendido una trampa en la que ha caído el mismísimo presidente del Gobierno, elevando, contra todo buen proceder, los comicios autonómicos a la categoría de generales. Todo el país ha quedado así entrampado y nada que no sea ese duelo ocurre ya que merezca atención por parte de la opinión pública. Hasta el bochornoso conflicto catalán se ha salido de foco. Y, para colmo, una polarización que sólo favorece a los extremos ha empezado ya, no sólo a practicarse con naturalidad, sino a ensalzarse como imprescindible factor de una ‘sana movilización’ ciudadana. Cuando la tormenta amaine, sólo nos quedará recoger los despojos.

Nada de todo ello ha llegado por sorpresa. La pandemia ha sido el estímulo del que los agentes políticos, ayudados en la tarea por no pocos medios, se han servido para dar nuevo y, probablemente esperan, definitivo impulso a un enfrentamiento que viene de lejos y se ha erigido en el modelo de hacer política. Quien no se atenga a él correrá el riesgo de caer en la más absoluta irrelevancia. Sectarismo, cortoplacismo y desnuda ambición de poder han arrumbado la práctica política, noble en un tiempo y encerrada ahora en un gueto oscuro en el que intercambian mercancías unas élites que negocian a espaldas de la ciudadanía. El intolerable enfrentamiento del otro día entre autodenominados antifascistas y seguidores de Vox parece ser ya el único espacio de participación que a aquélla se le permite. No importa quién esté a un lado u otro. Sólo interesa el bulto. Y, por supuesto, el ruido que precede a la furia.