En España, hace un tiempo, la política sirvió para transformar la realidad, y eso gratificaba a sus protagonistas. Luego, la política se convirtió en un instrumento útil en lo personal. Quizá sea el panorama que encontramos en democracias asentadas. Sin embargo, de vez en cuando uno vuelve a ver la política en ejercicio para arreglar los problemas de convivencia.
Los romanos, cuya fuerza militar residía en su infantería, en la movilidad de la infantería, cuando las cosas les venían mal dadas hacían la tortuga, que significaba rodearse cada centuria de escudos por todos los lados, bien apretaditos, escudos por arriba y todos los costados. Entonces perdían casi toda su movilidad, iban despacio y bien protegidos como una tortuga, pero lo más perjudicial es que carecían de visibilidad. No se enteraban demasiado de lo que pasaba. En política suele pasar bastante de lo mismo en el seno de los partidos.
Hay momentos trepidantes, apasionados, en que la política en su estado más puro apasiona, reclama entrega y sacrificio sin que sus protagonistas se sientan agobiados ni excesivamente ensalzados por su quehacer. Les vale con el orgullo de servir una causa. Hasta el perverso Joseph Fouché en su ancianidad, tras haber pasado por todos los regímenes en el desagradable cargo de ministro de la Policía, recordaba con nostalgia los tiempos de su entrega jacobina, la aventura, el poco cálculo personal. Luego todo cambió, vino la rutina, se abandonó la entrega -«ahora que somos ministros, hagámonos millonarios», decían sus amigos-, la política se había transformado en el espacio para el cálculo del bienestar personal, y, a pesar de ser un superviviente de tanta purga y arreglos de cuentas, producto de exageradas exaltaciones idealistas de juventud jacobina, recordaba sus momentos revolucionarios.
En España, hace un tiempo, ahora que se cumplen 30 años de la proclamación del Rey, la política sirvió para transformar la realidad, y esa dinámica casi era suficiente para gratificar a sus protagonistas. Luego, la política se convirtió en un instrumento útil en lo personal; hasta se podía instrumentalizar la política en ese sentido. Quizás sea lo normal; quizás sea el panorama que encontramos en democracias asentadas, donde las quejas de los ciudadanos se centran generalmente en la corrupción de sus políticos, en sus intereses y los de determinadas corporaciones económicas. La realidad se va alejando y lo importante es disfrutar del poder.
Sin embargo, de vez en cuando, uno se emociona, vuelve a ver la política en uso por encima de otros intereses, la política en ejercicio para arreglar los problemas de convivencia. Uno se emociona ante la gran coalición del Gobierno alemán, pero se emociona tanto o más por el ejercicio de libertad personal, según su criterio, de los diputados, medio centenar, tanto de izquierdas como de derechas que disconformes votaron en contra, como en su día gran parte de los diputados laboristas británicos, contrarios a la guerra de Irak, votaron contra el criterio de su premier. Responden a su criterio personal, responden a los electores de su distrito. Todo no acaba en la tortuga.
Quizás sea por las vicisitudes que vivimos hoy en España que me emocionan esos casos. Ese sentimiento vuelve a surgir cuando el primer ministro israelí, que accedió a tal cargo en una maniobra provocadora y bastante canalla en la plaza de las mezquitas, desestabilizando el plan de paz con los palestinos y descalabrando la posible victoria de sus adversarios laboristas, ahora, para proseguir con el plan de paz, dimite como primer ministro, abandona su partido, crea otro y se presentará a las elecciones. Lo importante, pues, es resolver la situación y decidir aquello que a tal fin se encamine. Se la juega, supedita su interés. Y aunque haya un gran cálculo en ello, éste no es precisamente el personal. ¡Es la política, imbécil!
En estos tiempos de tortuga y confusión, cuando ciertos optimismos antropológicos pueden sumir a otros en el pesimismo, observando otros ejemplos emocionantes, disfrutando de un sistema democrático, hay lugar para la esperanza de que la política, por encima de las técnicas de propaganda, vuelva a su lugar. Porque han existido en el reciente pasado de la transición demasiados hitos de política ejemplar como para que estos no vuelvan, demasiados escollos salvados como para no poder resolver los presentes. Como para que la formación cerrada de la tortuga no se deshaga y se puedan resolver, mirando a los demás, los problemas que nos acucian.
Eduardo Uriarte, EL PAÍS/PAÍS VASCO, 30/11/2005