La tortuga

Con la necesidad de Estado y de ley no se juega, ni con exaltaciones étnicas y colectivas que acaban destruyéndolo todo. Por más que intentemos ahogar nuestros problemas con cava, albariño o txakolí, no podemos obviar el odio fratricida que se aprecia, el desprecio a la convivencia pasada, que dicen los temerarios que no hay que sacralizar nuestro arreglo constitucional.

En estos días de celebraciones constitucionales, si alguna cosa ha adquirido la cualidad de constitucional ha sido el cava catalán. No ha habido líder político que no haya hecho ostentación de brindar con él, y es que no hay como plantear secesiones para descubrir objetos cotidianos de nuestra unidad nacional. El problema es que, cuando todavía no se ha terminado de tramitar el nuevo Estatut, empiezan a presentar los nacionalistas gallegos el suyo con los mismos sones de autodeterminación que los precedentes. Por ello, es de suponer que el año que viene el Día de la Constitución se celebrará con cava y con albariño, abriendo muchas posibilidades de que los invitados a los actos salgan medio chispas.

Destaquemos que es más fácil descubrir por medio de esos productos los lazos históricos que nos afianzan, que mediante abstracciones políticas y jurídicas. A través de los tejidos de Terrassa, la crema catalana, los percebes de las rías, la empanada gallega y los langostinos de Huelva. Sin citar los chistes de vascos, de catalanes, de gallegos y los más famosos de Lepe, auténticos hitos de la cohesión nacional, vínculos culturales propios que ningún extranjero entendería. Al fin y al cabo, toda Constitución no es, entre otras cosas, más que para poner en orden el tráfico de las mercancías; así que apreciemos las diferenciadas culturas y sepamos soportar los chistes que cuentan a nuestra costa.

Al general Ante Gotovina lo detuvieron en Tenerife degustando una botella de rioja, lo que no quiere decir que quisiera ponerse a tono con nuestra convivencia. El genocida general se convirtió un día en instrumento del odio étnico y acabó convirtiendo a vecinos e incluso a amigos y familiares en enemigos para hacer de su oprimida Croacia el paraíso de grandeza que un día le dijeron se tenía que crear sobre los cadáveres de sus allegados. Y lo hizo sin compasión, creyéndose instrumento de las futuras glorias de su patria, en un momento que el Estado creado por Tito y el Partido del Trabajo se estaban desmoronando. Poco a poco, a falta del viejo marxismo que fenecía, se acogieron al nacionalismo más agresivo, y lo que había sido un marco de convivencia, a falta del Estado que lo garantizara, se convirtió en un matadero cruel que rememoró muchas bestialidades (con perdón de las bestias) de la ocupación nazi.

Y es que con las cosas de comer no se juega, ni con la necesidad de Estado y de ley, ni con exaltaciones étnicas y colectivas que acaban destruyéndolo todo. Difícil renacer van a tener cada uno de los nuevos estados surgidos de esa (o cualquier otra) guerra fratricida. De hecho, hay muchos croatas indignados y que protestan por la detención de su general, porque lo que no se va a condenar es el proyecto político, incluida la ideología, que les ha llevado a la independencia.

Por más que intentemos ahogar con cava, albariño y hasta rioja o txakolí nuestros problemas, no podemos obviar el odio fratricida que se aprecia entre nosotros, el desprecio a la convivencia pasada, que dicen los temerarios que no hay que sacralizar nuestro arreglo constitucional de hace veintisiete años. Se está jugando con cosas muy serias, se está promoviendo tal inestabilidad que un personaje como Arnaldo Otegi, portavoz de un ilegalizado partido, tiene más medios y audiencias a sus pies que cualquier líder de partido normal aunque le quintuplique en escaños.

Las aguas se han revuelto de tal manera que cualquier pescador osado coge por toneladas sus presas. No es inocente para que surjan atrevidos caudillos la amenaza de mutación constitucional en ciernes que padecemos, y aunque no haya que dramatizar, tampoco hay que evitar pensar, recordando al personaje recién detenido con la botella en la mano, que no estamos libres de cometer estupideces históricas, máxime cuando nuestro reciente pasado está atiborrado de ellas.

La democracia no es un sistema hecho de celebraciones, sino el ejercicio continuado de un limitado pero fundamental consenso.

Eduardo Uriarte, EL PAÍS/PAÍS VASCO, 14/12/2005