Javier Caraballo-El Confidencial

  • ¿Podemos hacer algo? El ‘efecto llamada’ no se genera por las declaraciones ni el debate político, por frívolo e irresponsable que pueda ser

¿Por qué sigue habiendo hambre en el mundo? Cuatro días antes de que una avalancha de inmigrantes se lanzase contra las vallas y fosos de la frontera de España con Marruecos en Melilla, Unicef subía a su página web esa pregunta, quizá la que más se ha repetido, la que más nos ha atormentado, desde que el ser humano tiene conciencia de sí mismo, de su dignidad como persona; la dignidad, ese rasgo del ser humano que es incanjeable, inexpropiable, que se resiste a cualquier proyecto que suponga su deshumanización, como ha asentado uno de nuestros mejores intelectuales, el filósofo Javier Gomá. La pregunta sigue haciéndose al paso de los años porque, como dicen en Unicef, no existe una sola causa, sino que se trata siempre de múltiples factores que se repiten o que se agravan, desastres naturales y Estados fallidos, que confluyen con desgracias nuevas y males tan antiguos como la corrupción y la explotación.

Vivimos en la frontera, la que forman Andalucía, Canarias, Ceuta y Melilla, que separa la mayor desigualdad del mundo, con lo que lo que menos debería sorprendernos es que, ocasionalmente, varios cientos o miles de personas intenten entrar en la Unión Europea. Tendríamos que convivir con esa realidad, con esa penalidad, y a partir de esa conciencia social mínima, de dignidad del ser humano, rechazar con todas nuestras fuerzas todo intento de manipulación política de esa tragedia. Ni el populismo racista ni la frivolidad buenista suponen otra cosa que una agravante más a la crítica situación a la que nos enfrentamos como frontera europea del continente africano.

Sobre lo primero, aquellos que fomentan el racismo, hay poco que discutir, son seres despreciables, sin escrúpulos ni principios, por muchos golpes de pecho que puedan darse algunos cuando se presentan falsamente como defensores de valores cristianos. Más atención merece la frivolidad de quienes, conjugando principios humanitarios y de solidaridad, utilizan la inmigración como un distintivo ideológico para enfrentarse al adversario, sobre todo cuando están en la oposición. No hace falta siquiera que nos pongamos a pensar en cuál sería el debate político si en España gobernase el Partido Popular y, como acaba de ocurrir, una treintena de inmigrantes muere en el intento de cruzar la frontera.

Ni tan siquiera merece la pena mencionar sus nombres, lo que estarían diciendo, incendiando las redes sociales, porque el silencio de todos ellos ahora solo puede equipararse a su desvergüenza. Lo único importante que debería salir de este bochorno es que, por una vez, se quede grabado en la sociedad, y sobre todo en la clase política, que la mayor tragedia de muertes de inmigrantes en la frontera con España ha ocurrido con un Gobierno de izquierdas, del PSOE, de Podemos y de Izquierda Unida. Y en contra de lo que ellos harían, dejar muy claro que ninguno es responsable de lo ocurrido, empezando por el presidente Pedro Sánchez. Ni por acción ni por omisión. Cuánto avanzaríamos en España si la desgracia desapareciera de los discursos políticos de confrontación.

A partir de ese acuerdo esencial sobre el problema al que nos enfrentamos, despojado de toda demagogia, es muy probable que todos coincidamos en que un asalto como el ocurrido en Melilla, protagonizado por 1.500 inmigrantes, armados con palos punzantes y barras de hierro —en otros asaltos, también utilizan cal viva o hasta excrementos para arrojarlos—, tiene que ser repelido o disuadido por las fuerzas de orden público que vigilan la frontera, tanto las españolas como las marroquíes. No pueden existir diferencias en eso porque, sencillamente, no hay alternativas viables, que no acabasen provocando un conflicto social aún mayor. Y afirmarlo así, lo que no presupone, desde ningún punto de vista, es que se toleren o se ignoren cargas salvajes, desproporcionadas y crueles contra esos inmigrantes.

Si muriese una treintena de personas en una manifestación —pensémoslo así—, nadie se pondría a considerar la violencia de los manifestantes, sino la actuación desproporcionada de las fuerzas de seguridad. Lo mínimo tras la tragedia de Melilla es que se solicite a Marruecos una investigación sobre lo ocurrido y que se depuren responsabilidades. Ni la vecindad, ni el respeto internacional ni la necesidad imperiosa de mantener unas buenas relaciones con Marruecos pueden imponerse a la exigencia de proporcionalidad y trato humano en la defensa de la frontera. El Gobierno de España debe abandonar este silencio acomplejado y solicitarlo así al rey de Marruecos.

Y ahora, volvamos a la primera pregunta. ¿Por qué sigue habiendo hambre en el mundo? ¿Podemos hacer algo? El ‘efecto llamada’ no se genera por las declaraciones ni el debate político, por frívolo e irresponsable que pueda ser. Las mafias no necesitan nada, porque siempre se valdrán del engaño, de la extorsión, de la mentira. La explotación del ser humano. El mayor ‘efecto llamada’ que ha existido siempre, y existirá, es el hambre. Y ya podemos prever que en los próximos meses el flujo migratorio aumentará, como ya ha advertido la propia Unión Europea, a consecuencia de un periodo de “hambruna catastrófica” por la interrupción del suministro de grano que llegaba desde Ucrania y la escasez de cosechas por el cambio climático. Es difícil imaginar desde este lado de la frontera lo que puede suponer un agravamiento de las condiciones de vida para decenas de millones de personas que, ya en la actualidad, se mueren de hambre. También deberíamos saber que, a pesar de lo que creemos, la mayoría de los flujos migratorios africanos se produce dentro del propio continente, hasta un 53%, y que, del total de los migrantes del mundo, los de África solo suponen el 14%.

El último informe de Oxfam Intermón y Save the Children, de mayo pasado, ya decía que cada 48 segundos una persona muere de hambre en África Oriental, azotada por la peor sequía en 40 años y la escasez de alimentos y subida exponencial de precios por la maldita guerra de Putin. La consecuencia inmediata ya se anticipa: habrá “nuevas olas de protesta social, de desplazamientos internos y de migración hacia las regiones vecinas y, posiblemente, hacia la Unión Europea”. Mil muertos al día. De hambre. Desde la hambruna del Cuerno de África, que todo el mundo recordará por la foto de un niño sudanés famélico, en cuclillas, acechado por un buitre, han pasado 10 años y la situación ha empeorado tanto que se ha pasado de 10 a 23 millones de personas en situación de hambre extrema. Más del doble.

Ni estas generaciones ni las siguientes pueden tener más esperanza que las anteriores en la solución de ese problema. Pero sí podemos hacer algo que está en nuestras manos. Apoyar y promover todos los planes de ayuda a esos países, y a los de su entorno, y rechazar a quienes contemplan esta terrible realidad con los ojos de odio del racismo o la frivolidad de los diletantes. La exigencia mínima que debemos reclamar es la dignidad, aquello que nos hace seres humanos. La dignidad en la consideración de esas personas y la dignidad en el trato de los gobiernos cuando deban repeler el próximo ataque en la frontera.