JOSÉ ANTONIO ZARZALEJOS-EL CONFIDENCIAL

  • El transfuguismo prima la deslealtad, desmiente el valor de los compromisos que se asumen y conduce a que los potenciales electores se declaren decepcionados

 Lorena Roldán, anterior portavoz nacional de Ciudadanos, es técnicamente una tránsfuga. El hecho de que, habiendo ganado las primarias para ser la candidata a la Generalitat, siendo luego preferida abusivamente por la dirección en beneficio de Carlos Carrizosa, no mejora su comportamiento aunque ayude a explicarlo. Si se sintió humillada, debió dejar entonces Ciudadanos y no a semanas de las elecciones del 14-F propinando a su organización un injusto hachazo. Injusto por partida doble: por el momento y por la explicación. Ni Inés Arrimadas ni ningún otro dirigente de Cs han traicionado sus objetivos fundamentales, aunque sea discutible cómo han jugado sus bazas en el apoyo puntual a Pedro Sánchez.

Por eso Lorena Roldán no es mejor que el tránsfuga del PP que se pasó a Cs porque desde Génova no le aseguraron la presidencia del Gobierno de Madrid en las autonómicas del 26 de mayo de 2019. Me refiero a Ángel Garrido, que sustituyó interinamente a Cristina Cifuentes y, cuando ya estaba espléndidamente colocado en las listas europeas del PP, se dio mus y se pasó al partido de Albert Rivera. Los naranjas le han premiado la traición con una consejería. Aquí nadie es inocente.

Ya que menciono al anterior presidente de Ciudadanos, hay que recordar que fue el que destrozó la organización. Debió hacer entre abril y noviembre de 2019 lo que ha estado haciendo Inés Arrimadas desde enero del pasado año hasta ahora: tratar de recomponer un espacio de moderación y transversalidad para neutralizar los dos graves riesgos que padecen las democracias de nuestros días: la intolerancia recíproca y la falta de contención institucional. Roldán y todos aquellos otros dirigentes que han saboteado la nueva dirección de Cs parecen confluir con los radicales y con la estrategia, más sibilina pero igualmente destructiva, de Pedro Sánchez. El presidente no ha apostado en absoluto por encontrar un hueco de interlocución con Ciudadanos plegándose al criterio de los populistas y los independentistas.

La historia de Ciudadanos es triste. Lo impulsó un grupo excelente de intelectuales y logró dos grandes hitos. El 21 de diciembre de 2017 fue el primer partido en los comicios autonómicos catalanes. Obtuvo entonces 36 escaños de 135 y más 1.100.000 votos, lo que significó el 25,35% de las papeletas válidamente emitidas en unos comicios con una participación extraordinaria: el 79% del censo acudió a las urnas. Obtuvo representación en las cuatro circunscripciones catalanas: 24 escaños en Barcelona, 4 en Girona, 3 en Lleida y 5 en Tarragona. La gestión de su victoria fue decepcionante pero ahí quedó el excelente registro.

En abril de 2019, bajo la presidencia de Rivera, Ciudadanos se convirtió en la tercera fuerza política con 57 escaños en el Congreso (4.136.000 votos), de tal manera que con los 123 del PSOE hubiese formado un Gobierno de centro-izquierda de 180 diputados, de haber querido, claro está, Albert Rivera y el propio Pedro Sánchez. Ambos, poseídos por la avaricia, creyeron que unas nuevas elecciones les darían más munición. No fue así. El 10 de noviembre de ese mismo año, el PSOE perdió tres escaños (se quedó en 120) y nada menos que 700.000 votos. Y Ciudadanos se descalabró: perdió 47 asientos en el Congreso y tres millones de papeletas. Y entonces Inés Arrimadas se encontró en la tesitura de buscar la fórmula de sacar adelante lo que quedaba del partido.

El golpe de Roldán es simbólico pero no por ello es inocuo. Rompe relaciones de Cs con el PP –al menos las deteriora– y no es probable que beneficie a los populares aunque sí empeora las posibilidades declinantes de Ciudadanos en Cataluña. Si entre ambos partidos no obtienen un resultado razonable el 14-F, la derecha española está condenada a una larga travesía por el desierto. Mucho más si el modelo de relación entre ambas fuerzas políticas consiste en estos golpes bajos, en estas operaciones torticeras y desleales. Así no habrá vinculación virtuosa entre las derechas.

Además, estas estratagemas ponen en peligro los gobiernos de coalición autonómicos y municipales en Andalucía, Castilla y León o Madrid, alguno de los cuales ya está agrietado. Nadie, pues, gana con este pésimo estilo político porque prolonga la vieja lacra del transfuguismo, prima la deslealtad, desmiente el valor de los compromisos que se asumen –ideológicos y estratégicos– y conduce a que los potenciales electores se declaren decepcionados.

Ciudadanos fue un gran proyecto que frustró Albert Rivera enajenado por un síndrome de Hubris que le cegó y del que todavía se vanagloria. Inés Arrimadas no es un agente encubierto de ningún sanchismo sino una lideresa que ha intentado rescatar a Ciudadanos de la irrelevancia. La moderación –que solo ofrece resultados a medio plazo– no cotiza en el mercado de la política española. Y de ‘cuando en vez’ recibe golpes letales como los que descargan sobre sus propias organizaciones los tránsfugas y los desleales. Así, Cs no levantará cabeza. Pero, seguramente, la derecha esté ofreciendo, en conjunto, una patente de corso a Pedro Sánchez para gobernar con la holgura de una oposición sin brújula.