ABC 28/10/16
CARLOS HERRERA
· Solo cabe exigir a los tres partidos responsables que dibujen acuerdos razonables y que pongan a España a funcionar
DESPUÉS de ayer, Rajoy viste con un par de tallas más: no tuvo más remedio que engordar. Engordar es una forma rápida de crecer, aunque a lo ancho, pero reconozcamos que ayer, tras un tiempo a la chita callando, el candidato popular desmontó la operatividad de sus adversarios mediante distintos métodos, todos relacionados con viejas lecciones de táctica y estrategia.
Convengamos en que tenía todas las de ganar; pero reconozcamos también que esa victoria llevaba trabajándosela desde hace muchos meses, tantos como los que median desde las elecciones de diciembre del año pasado, momento en el que la mayoría le dio por muerto después de haber perdido un chorro de diputados. Desde su discutida decisión de no acudir como candidato a la investidura, no pocos dieron por disuelto su futuro político de forma inmediata. No obstante resistió, vio tostarse a su inmediato rival, acudió a unas nuevas elecciones, creció en número de representantes, jibarizó a su adversario socialista, desdibujó a la fuerza emergente que tan felices se las prometía, y se dispuso, de nuevo, a esperar con una grapa en la boca. Una vez se descompuso el partido de enfrente, pudo echar cuentas: a lo tonto ha visto pasar ante su rostro inmutable el entierro de tres secretarios generales del PSOE (y de algún otro, como Artur Mas). Una vez desmerengado el intento de formar un gobierno imposible gracias a la reacción sensata de Susana Díaz, Felipe González y Pérez Rubalcaba, entre otros, Rajoy se enfrentó a su gran día, que en realidad no fue ayer, sino que será mañana: el día en que los socialistas, mediante una inevitable claudicación, le hagan presidente del Gobierno. Mayor gozo no cabe, ya que resulta inédito en la historia inmediata de España, de ahí el engorde.
Pero es que, además, la sesión de ayer brindó momentos impagables; alguno de ellos hacen prender confianza en el parlamentarismo de hogaño. Antonio Hernando hizo el trabajo pulcro que tenía encomendado y que no era fácil, aunque lo desarrolló con cuidado y profesionalidad: nada menos que desdecirse de todo lo que había enarbolado durante meses. Lo hizo como un adulto, no como un júnior. Albert Rivera buscó su hueco en una sesión que no era la suya, pero articuló el necesario discurso reformista atribuyéndose las virtudes del proceso. Del histrionismo de los Tardá y compañía no hace falta hablar porque deben de tener asumida su condición de gogós de la singularidad catalana. Pero sí de Iglesias, que ayer creyó que iba a consagrarse como líder de la oposición y salió poco menos que como líder de la ridiculez. Ante las payasadas de jalogüin del pretendido jefe de la política moderna, Rajoy exhibió su crueldad más extrema: Iglesias no pasó de ser un monologuista de televisión en busca de la frase tuitera que le brindara un titular, cosa que consiguió llamando delincuentes a buena parte de la Cámara, mientras era desdibujado de forma condescendiente por el candidato a presidente. Todo el aparataje charlatán que escenificó el asombroso hombre menguante fue desmontado por Rajoy con una sola frase que deberían tener en cuenta los que argumenten que el futuro está en esa juventud a la espera de votar la alternativa de Podemos: de una elección a otra, de diciembre a junio, parece que un millón cien mil personas se hicieron adultos de sopetón. Es decir, a medida que se les conoce, la gente huye.
Sosomán le dio un repaso al faltón rapero de Iglesias que pone las cosas en su sitio. De Sosomán a Superstar. España tiene una ocasión de dulce para articular políticas reformistas, que buena falta hacen. Los primeros pasos están dados y solo cabe exigir a los tres partidos responsables que engrasen los mecanismos del entendimiento, que dibujen acuerdos razonables y que pongan a España a funcionar. ¿Triple Alianza?: ¡ojalá!