Nacho Alarcón-El Confidencial
- Europa vuelve a partirse en dos, pero en esta ocasión amenaza con generar una frontera mental entre el norte y sur, en la que la gestión de mensajes y expectativas es clave
Dicen que Bruselas es como una gran cocina que todo el mundo usa, pero que nadie recoge. La UE es un poco como su capital: todo el mundo la utiliza, la ensucia y la deja en el fregadero cuando ya no le es de utilidad. Todos quieren obtener sus beneficios, pero nadie quiere tener que ensuciarse las manos cuando la cena y la diversión han terminado. La crisis que está desatando el coronavirus está siendo la máxima muestra de ello.
Desde hace días, los líderes europeos debaten entre ellos las acciones económicas que se pueden tomar para contrarrestar los devastadores efectos del Covid-19. Pero las recetas son muy distintas. Algunos países, entre ellos España y ocho más, piden un instrumento de deuda común, o eurobonos, para afrontar la situación, mientras otros apuestan por utilizar la caja de herramientas que hay hoy, sin nada especialmente extraordinario.
La negativa alemana y holandesa a considerar instrumentos fuera de lo común, como por ejemplo los eurobonos, mezclada con la ansiedad y necesidad que empiezan a sentir países como Italia o España, los más azotados por esta crisis sanitaria, están haciendo que, más allá del debate técnico sobre las medidas que se puedan tomar, empiece a surgir una frontera mental entre el norte y el sur que no tiene precedentes ni en la crisis del euro.
A diferencia de entonces, esto ya no va de políticas económicas irresponsables, de asunción de responsabilidades o de pérdida de empleo. El marco del debate es otro para Roma o Madrid, porque esto ya va sobre miles de muertos y un sistema sanitario a punto de colapsar. Pero para Berlín o La Haya el marco no ha cambiado. Su lenguaje, sus formas y sus actitudes replican las vividas hace solo unos años, solo que esta crisis es radicalmente distinta a la que se experimentó entonces.
Las trincheras comenzaron a cavarse hace semanas, con ayuda de todos, cuando las peticiones de material sanitario por parte de Italia fueron desoídas por el resto de países, especialmente Francia y Alemania, que respondieron estableciendo controles a las exportaciones del mismo a otros socios de la Unión, una medida que la Comisión Europea fue capaz de revertir. Hasta en los gestos más básicos de solidaridad, los socios estaban fallando. Y eso hacía prever que sería todavía más difícil cuando llegara el turno de la solidaridad profunda.
Lo que ha llegado desde entonces ha sido desagradable. Países Bajos y Alemania tienen razones para oponerse a la emisión de deuda conjunta. España y otros países se han tomado las normas fiscales comunes de la Eurozona con, como mínimo, bastante calma y laxitud, a pesar de estar viviendo años de bonanza, en vez de aprovechar el buen momento para ajustar sus cuentas. Llevan razón. También es cierto que Países Bajos ha minado los ingresos fiscales del resto de socios siendo un paraíso fiscal dentro de la UE.
Pero siendo cierto que las normas se han seguido con bastante laxitud, y habiendo muchos elementos que mejorar, cuando la economía europea se ve amenazada por una pandemia sin precedentes para la UE, es el momento de mostrar unidad, de lanzar un mensaje y de dejar claro que un virus, del que ningún país del club es culpable, va a hundir a los ciudadanos europeos y sus perspectivas de futuro dependiendo del país en el que estén. Puede ser con ‘coronabonos’ o con otro instrumento, pero lo importante es lanzar el mensaje. Es un momento enormemente político. Y es en esto en lo que los socios del sur acusan a La Haya y Berlín de no estar a la altura.
No es el momento de que Wopke Hoekstra, ministro de Finanzas holandés, vuelva a utilizar la idea de «riesgo moral» cuando se habla de compartir riesgos, y ni mucho menos es el momento de que pida a la Comisión Europea que investigue por qué Italia y España no tienen colchón fiscal.
Lo que pasa cuando te muestras intransigente, inflexible, sin voluntad ninguna de negociar y con malas formas es que el que tienes al otro lado de la llamada, que cuando cuelgue tiene que gestionar que el ejército siga sacando cadáveres de Bérgamo, acaba cabreado y la temperatura termina subiendo mucho. Países Bajos ha utilizado siempre ese lenguaje agresivo, esas técnicas que muchas veces sacan de quicio al resto de socios. La mayoría de las ocasiones les ha salido gratis. Empieza a ocurrir que el resto de capitales ya no encajan tan bien esa actitud, y menos en este momento.
Es lo que está ocurriendo en Italia y en España, pero ningún otro líder lo ha representado como Antonio Costa, primer ministro portugués. Tras el Consejo Europeo del jueves, preguntado por el discurso de Hoekstra, el luso no se mordió la lengua: «repugnante». «Esa mezquindad recurrente amenaza el futuro de la UE», aseguró Costa, siendo bastante claro sobre cómo ven desde el sur este debate, como algo existencial, no como una crisis más que se podría resolver con disciplina fiscal.
También lo ha expresado Sánchez. «Está en juego el futuro del proyecto europeo, elegimos entre una UE coordinada y solidaria o el individualismo», ha tuiteado el presidente del Gobierno, que ha insistido en que Madrid seguirá impulsando la idea de un instrumento de deuda común que esta semana apoyaron nueve líderes europeos en una carta enviada al presidente del Consejo.
Sánchez repitió ese mensaje en una declaración televisada en la que se mostró muy exigente con la Unión Europea. Parece, ahora sí, que los socios sureños, los tradicionalmente más proeuropeos, se han quitado la boina del europeísmo ingenuo. Pero el lenguaje, y la generación de expectativas, es peligroso. Sánchez, y el resto de socios, deben medir bien su mensaje, evitar que cruce la delgada línea que justifica el discurso eurófobo. La crítica es necesaria, pero si no quieren generar una situación que pueda escaparse de su control deben dejar claro que, en cualquier caso, esta crisis sería mucho más dura si no existiera la Unión Europea. Los líderes necesitarán acierto y destreza para transitar por la línea de la necesaria crítica de cara a la negociación sin cruzar la frontera que prenda fuego a un nuevo discurso euroescéptico. Y eso no es una tarea sencilla.
En sus discursos y en su pulso con Berlín y La Haya, Sánchez y el resto de líderes tienen que tener en cuenta los efectos colaterales de generar unas expectativas desproporcionadas. Los eurobonos, como muchos otros progresos, son pulsos de largo alcance. Son batallas de trincheras. Dar la idea de que es un asunto que debe resolverse rápido, y que la emisión de deuda conjunta es lo mínimo exigible, es el camino más corto hacia la frustración, y la frustración es el principal ingrediente del discurso euroescéptico.
El gran trauma
Dice Ivan Krastev que la crisis de refugiados de 2015 y 2016 fue un trauma para Europa, su 11-S particular. Lo fue especialmente para los países del este, cuya mentalidad, sociedades e historia se dan muchas veces por hecho en el oeste de Europa, que la mira desde una atalaya moral que dificulta la comprensión de su complejidad. Muchas capitales se sintieron incomprendidas, abandonadas y estigmatizadas por las capitales del oeste del club y por las acciones de la Comisión Europea. Eso solo reforzó y redobló sus durísimas posturas antiinmigración, su desapego hacia el resto de socios de la Unión, y generó, tras el trauma inicial, una frontera mental que ha acomodado tendencias autoritarias en algunos países del este de Europa y ha establecido una dinámica que parece difícil de frenar.
Sin ser una situación igual, Italia y España están viviendo ahora una experiencia traumática. Una sensación de abandono total, agudizada por el desconocimiento por gran parte de los ciudadanos de lo que hacen las instituciones europeas, donde la Comisión, Parlamento y Banco Central Europeo sí que están haciendo su trabajo, y una rabia ya no contenida ante la actitud de una Alemania y unos Países Bajos que no entienden que esta crisis y este debate no tienen nada que ver con los de hace años.
El riesgo es que tras el trauma, tras el ‘shock’ representado por las palabras de Costa, llegue la frontera mental. Llegue una nueva división interna en la Unión, una que vuelva a ser difícil de superar y que ponga las cosas más complicadas al proyecto europeo. La respuesta no es siempre más Europa, pero la respuesta no puede ser «sálvese quien pueda» cuando la solidaridad es uno de los ejes centrales de la Unión. Y si esto falla, probablemente es que la Unión para los nórdicos es diferente de lo que es la Unión para los sureños. Y ahí está la frontera mental.
El proyecto europeo no puede ser lo mismo para todos los socios. Es legítimo que los países esperen cosas distintas de la Unión. Pero lo que sí es preocupante es que esta crisis pueda desvelar que no haya un mínimo común denominador, que las visiones sean demasiado alejadas. Es lo que, en cierto modo, ha ocurrido entre el oeste y el este. Algunos líderes de la parte oriental de la Unión, a raíz de la inmigración, pero también de elementos como el Estado de derecho, consideran que hay dos proyectos distintos y que solo uno de ellos puede vencer. En cierto modo, la capacidad del autoritario primer ministro húngaro de imponer su visión antiinmigración al resto de países europeos valida su teoría. El riesgo político es que esta crisis abra una nueva entre el norte y el sur.
La indignación de los ciudadanos del sur tampoco debe llevar a la ceguera. La realidad, y quizás no se está siendo suficientemente claro en esto, es que esta crisis, sin la Unión Europea, estaría siendo mucho peor: no habría ninguna mutualización de riesgos que discutir con países vecinos con los que no compartiríamos moneda, tampoco podríamos esperar una especial solidaridad de ellos. Y, quizás lo más importante, no dormiríamos por la noche con la tranquilidad que da saber que el BCE tiene un paquete de compras de 750.000 millones de euros.
La salida
La pregunta que se hace todo el mundo en Bruselas es: ¿cómo salimos de aquí? La respuesta honesta es: no lo sabemos. Al menos no lo sabemos aún. Ahora los ministros de Finanzas deben trabajar durante las dos próximas semanas para ofrecer nuevas propuestas a los líderes. La dirección que tome el debate dependerá, probable y lamentablemente, de la medida en la que Países Bajos y Alemania se vean golpeados por la crisis del coronavirus y el ‘shock’ les haga ver que los marcos conceptuales de la crisis anterior no son aplicables a la actual.
Algunos de los instrumentos que se están barajando, como los ‘coronabonos’, bien estructurados y organizados, tienen sentido económico y, además, tienen sentido político para la Unión. Es cierto que sería una operación compleja, y puede que no estemos todavía del todo listos para ella. Existen otras posibilidades, como es reformular el rol del Mecanismo Europeo de Estabilidad (MEDE) con algunos cambios en su estructura legal. Pero cualquier solución pasa por una actitud activa. La negativa alemana y holandesa a los ‘coronabonos’ y a nuevos instrumentos es más que legítima, pero a nivel político es difícil de explicar, hasta para los proeuropeos, el bloqueo a considerar un debate serio al respecto, y es todavía más difícil de explicar que a esas propuestas se responda de malas maneras y acusando a los países más golpeados por el virus.
Por su parte, esos Estados miembros, los sureños, deben estar listos para, una vez pase este ‘shock’, cumplir con una serie de normas fiscales europeas cuya estructura y cumplimiento están ya siendo revisados para que sean más efectivos. Sin unas reglas conjuntas por las que se rijan, de verdad, todos los países, será difícil mantener al club unido mucho tiempo. Sin solidaridad hacia los que sufren por una crisis de la que no son culpables será todavía más complicado.
La situación ha sido lo suficientemente grave como para que a sus 95 años Jacques Delors, expresidente de la Comisión Europea y una de las figuras más destacadas en la historia de la construcción europea, haya roto su silencio. Y sin medias tintas avisa de que esta situación pone en riesgo la existencia del proyecto. Jacques Delors emerge de su silencio: «El clima que parece reinar entre los jefes de Estado y de gobierno y la falta de solidaridad europea representan un peligro mortal para la Unión Europea».
Las próximas semanas serán claves para el futuro de la Unión. El lema de que Europa sale reforzada en las crisis ha sido útil hasta ahora, porque, más o menos, de manera parcial, se ha ido cumpliendo. Pero la realidad es que es una frase peligrosa: porque el día que la Unión no salga de una de crisis reforzada puede ser la última.