La Unión Europea perdurará si son los Estados los que la articulan para constituir una entidad política propia. Si ya es difícil una Europa de 27 Estados, que irá en aumento, una «Europa de las regiones» estaría condenada a disolverse. En el horizonte se perfilan distintas formas de disgregación de los Estados, y con ellos el fin de las instituciones europeas.
El 12 de mayo de 2000 Joschka Fischer, entonces ministro de Asuntos Exteriores de Alemania, pronunció en la Universidad de Humboldt un alegato que tuvo gran repercusión a favor de una futura Federación Europea que, sin constituir un macroestado, contase con un parlamento bicameral que eligiese a un gobierno europeo. Esta nueva forma de organización política, acorde con el principio de subsidiaridad, respetaría la autonomía de las instituciones intermedias, desde las locales a las estatales. 50 años después del plan Schuman, Fischer volvía a presentar un proyecto que nunca se había eclipsado por completo, consciente de que únicamente podría llevarse a cabo con «cooperaciones reforzadas» de los pocos países dispuestos a perseverar en el empeño hasta conseguir un «centro de gravitación» lo suficientemente denso para atraer a los demás a su órbita.
No han pasado 8 años, y una vez que en una Europa ampliada a 27 se ha desplomado el eje franco-alemán, que se suponía el núcleo de ese «centro de gravitación», poco queda de la meta federal que ha dejado de contraponerse a la británica, que reduce la UE a un «mercado único». En una Europa cada vez más asimétrica prevalece la renuncia implícita a cualquier forma de integración política, y hoy se reclama la mayor dosis de soberanía para cada socio.
A partir de 1945, en la Europa occidental se reforzó un Estado nacional mucho más homogéneo a costa de la diversidad regional. Justamente, el auge del Estado social estuvo vinculado a un Estado democrático fuerte en el que las clases trabajadoras desempeñaron un papel casi rector. Al poner en cuestión el principio de territorialidad, el proceso de integración europea empezó a horadar este modelo de Estado, favoreciendo a la larga un regionalismo que aspira a una mayor autonomía de las entidades locales y regionales. Los programas comunitarios, dirigidos bien por sus contenidos bien específicamente a regiones determinadas, empujan a las instituciones regionales a tratar de influir en la toma de decisiones comunitarias. Junto a lobbies privados que defienden los más variados intereses, se han instalado en Bruselas las representaciones de las regiones, propugnando incluso una «Europa de las regiones».
Importa recalcar que la integración europea coincide en el tiempo con la globalización, y pese a que la primera constituya la mejor protección ante la segunda, ambas se refuerzan mutuamente. Cierto que en un mundo globalizado podremos sobrevivir en mejores condiciones cohesionados con una divisa fuerte y demás instituciones comunitarias, pero ello no es óbice para que la integración europea y la globalización contribuyan las dos al debilitamiento del Estado: la primera por arriba, al traspasar poderes y competencias a las instituciones comunitarias, y la segunda por abajo, al operar a favor de la fragmentación local y regional. La globalización permite subsistir a pequeñas entidades políticas, tengan el carácter de Estado o de región autónoma, siendo el factor que en último término explica la actual fragmentación, tanto internacional, como comunitaria.
La Unión Europea perdurará a la larga si son los Estados los que la articulan con el objetivo de constituir una entidad política propia, federación o confederación, tal vez habrá que inventar un nombre para una realidad nueva, pero se disolverá con la fragmentación regionalista que propicia la globalización. Sin haber definido las regiones en una Europa en que existen países unitarios, como Portugal o Dinamarca, y otros con entidades regionales bien definidas, como federados de Alemania y Austria, las autonomías en España, o las cinco regiones de Italia, y, por tanto, sin poder cuantificarlas -se habla entre 250 y 500- si ya es difícil una Europa de 27 Estados, que irá en aumento, una «Europa de las regiones» sería ingobernable, condenada a disolverse. Más que una Europa unida, federal o confederal, o como quiera que se llame esta nueva invención, en el horizonte se perfilan distintas formas de disgregación de los Estados, y con ellos el fin de las instituciones europeas. La manera cómo se relacionan integración europea y globalización, concentrando sinergias, por un lado, a la vez que, por otro, la una se opone a la otra, constituye sin duda el tema central de la comisión recién fundada, encargada de indagar el futuro posible y deseable de la Unión, que preside Felipe González.
Ignacio Sotelo, EL PAÍS, 6/2/2008