Ignacio Camacho-ABC
- La sociedad de la inclusión ha decidido que no vale la pena ocuparse de quien no lleve un móvil en el bolsillo
Algún amigo excéntrico tiene en su casa una de esas cabinas de teléfono rojas del Londres antiguo, de la que parece que en cualquier momento van a salir Petula Clark en minifalda o Alec Guinnes con su gabardina de espía camino de Cambridge Circus. Todavía quedan algunas por la capital británica, más que nada como icono turístico, y en otras pocas ciudades europeas resisten en número mínimo como punto de carga de emergencia para móviles y demás dispositivos. En España ya es casi imposible encontrarlas más que en algún pueblo semivacío, y el Gobierno ha accedido a darles la puntilla en la nueva Ley de Telecomunicaciones que pronto empezará su trámite administrativo. Ningún operador quiere asumir las pérdidas y Telefónica
lleva lustros pleiteando por desprenderse del compromiso de facilitar el acceso universal al servicio. Otro elemento que desaparece del paisaje urbano característico del último siglo; la sociedad de la inclusión ha decidido que no vale la pena ocuparse de ningún ciudadano tan trasnochado, tan independiente, tan excéntrico o tan introvertido como para no llevar a cualquier hora un móvil en el bolsillo. En realidad, hace mucho tiempo que casi nadie llama siquiera desde el fijo de su domicilio.
La memoria del entorno ordinario de hace sólo unas pocas décadas apenas si permanece en la arqueología visual del cine, que ahora acostumbramos a contemplar a través de las plataformas online de pago. Y con reparos: se empieza a hacer extraño no sólo ver en una película a gente fumando -hábito proscrito en las producciones actuales aunque la historia transcurra en épocas donde era común el consumo de tabaco-, escribiendo a máquina o saliendo de viaje con una maleta sin ruedas en la mano. Y falta por conocer el impacto del coronavirus sobre los comportamientos cotidianos: la otra noche sufrí un sobresalto al ver en la tele a una pareja que se daba un abrazo. El mundo, no de ayer, como diría Zweig, sino de esta mañana, incluso de hace un rato, se desvanece rápido; cuando rodaba «El crack cero», Garci tuvo que optar por decorados de interior porque en toda la Gran Vía no encontraba un tramo que se pareciese al de hace cuarenta años. Ni una cabina, claro; deben de estar todas en el precursor cementerio imaginario en el que Mercero depositaba con una grúa a un López Vázquez desahuciado.
La nostalgia es un error, tituló Vilallonga un libro de recuerdos, pero también lo es, y más grave, dejar a una parte de la población, por poco significativa que sea, sin la posibilidad de hacer una llamada, urgente o no, de teléfono. En el ámbito rural o en la ciudad, porque el acceso a la comunicación es una necesidad del desarrollo moderno. La pérdida de las cabinas quizá no merezca un lamento sociológico ni estético; simplemente supone la restricción de un derecho que los sedicentes defensores de «lo público» se han dejado en el tintero.