IGNACIO CAMACHO – ABC – 04/06/17
· Fue un paseo por el abismo, un recorrido en el alambre del vértigo histórico con un porcentaje verosímil de fracaso.
La abdicación de Don Juan Carlos, de la que esta semana se han cumplido tres años, quizá haya sido en España la última gran operación de Estado. Fue un salto al vacío ejecutado por sorpresa, con rapidez fulminante y precisión de cirujano. No existían precedentes y el mecanismo constitucional, pendiente de desarrollo, obligaba a las autoridades a moverse en un marco abstracto.
Sin embargo, todo el plan se desarrolló de un modo eficaz, operativo y rápido; incluso se mantuvo el imprescindible sigilo –salvo una indiscreción in extremis– sin el cual el asunto hubiese derivado en un monumental alboroto político y mediático. Se trataba nada menos que de un cambio de Rey, de sustituir en pocos días la dañada clave de bóveda del sistema sin que la estructura se viniese abajo.
Salió bien porque, quizá también por última vez en mucho tiempo, funcionó el consenso parlamentario. Para entender la importancia determinante de este aspecto basta con observar la actual composición fragmentaria del Congreso y su ambiente convulso, su tono energúmeno y destemplado. Con una quinta parte de diputados populistas habría sido imposible llevar a efecto el relevo en la Corona sin un debate áspero, oportunista y radical sobre el régimen monárquico, en el que acaso el propio PSOE se hubiese sentido tentado de agitar su espíritu republicano. El liderazgo de Rubalcaba resultó esencial para un desenlace diligente y efectivo; fue el suyo un servicio político casi póstumo a la tradición socialista de la responsabilidad de Estado.
Pero por encima de todo, el papel esencial correspondió al propio interesado. En su peor fase de popularidad, sometido a un fortísimo desgaste político, con severos impedimentos físicos y una crisis personal y sentimental que comprometía su claridad de ánimo, Juan Carlos fue capaz de identificarse a sí mismo como un problema de la nación y ofrecer su renuncia para solventarlo. Comprendió que las circunstancias se estrechaban y que la espera podía conducir a la institución a un colapso.
Visto desde hoy, con Felipe VI consolidado en el Trono mediante un certero proceso exprés de legitimidad de hecho, cuando incluso el monarca emérito parece haber recuperado el tono y la serenidad en una vida de jubilado, todo parece elemental, fluido, fácil; una sucesión efectuada con la suave regularidad de un engranaje bien articulado. En aquel momento, por el contrario, se trataba de un paseo por el abismo, un recorrido en el alambre del vértigo histórico y con un porcentaje verosímil de fracaso.
Y es de justicia adjudicar su mérito al protagonista del relato. Al Rey que logró entender, en medio de una obnubilada cadena de errores, hasta qué punto su dimensión en la Historia española se estaba malversando. Y que rescató a tiempo la mejor intuición política de su brillante pasado para arbitrar una despedida necesariamente amarga en el momento exacto.
IGNACIO CAMACHO – ABC – 04/06/17