Ignacio Camacho-ABC
- Las elecciones andaluzas han provocado un efecto mariposa cuyo aleteo ha acabado derribando a Oltra
En política, me dijo una vez un dirigente jubilado, no dimites ni te retiras: ‘te dimiten’ o te retiran. Por lo general te retira la gente con sus votos y te dimite, es decir, te cesa, tu partido o tu gobierno. A Mónica Oltra la han ‘dimitido’ los dos a la vez, y también el efecto mariposa de las elecciones andaluzas, que ha provocado en Ximo Puig una crisis de desasosiego, vulgo canguelo. El presidente valenciano se examina en 2023 y la imputación de su número dos lo colocaba en un compromiso severo: si no la destituía ponía su autoridad en juego y si lo hacía dejaba el pacto de coalición en el alero. En condiciones normales tal vez hubiese sentido la tentación de aguantarla, al menos hasta que el tribunal le tomase declaración, pero el domingo cambió el panorama.
La paliza sufrida en Andalucía empujó la cotización del PSOE muy a la baja y para levantarla hacían falta reacciones rápidas. Puig, o alguien de Madrid, decidió que Oltra tenía que irse por las buenas o por las malas. Su continuidad se volvió de golpe más perniciosa que la de la alianza. Al final también lo entendió así la cúpula de Compromís, que al fin y al cabo tiene mucha gente colocada.
Su derecho a la presunción de inocencia sigue intacto. En cambio, su concepto de la integridad moral ha mermado bastante desde el sábado. Habiendo un asunto de abuso de menores por medio, una fiesta de resistencia con bailes, risas y abrazos no parece el acto más sensible ni empático. Tampoco la frase de Joan Baldoví -«si tocan a una nos tocan a todos»- contenía el verbo más adecuado para el caso; el impulso sectario nubla a veces hasta a tipos con fama de sensatos. Ese jolgorio fue, por decirlo del modo más suave posible, una indecencia. Y además, parafraseando la sentencia de Fouché (también atribuida a Talleyrand), un error, un despropósito, una torpeza, una falta de tacto que irritó a la calle, desairó a los socios e incomodó al propio Puig, estupefacto ante una exhibición de arrogancia tan grosera. Cuesta creer que nadie se diese cuenta de que esa forma de defenderla devaluaba el precio de su cabeza.
Porque a la vicepresidenta de Valencia no la investiga la Fiscalía -por cierto una fiscal de sólida reputación progresista- por un simple descuido de rutina administrativa, sino por una tríada de presuntos delitos que queda resumida en la desprotección de una niña para salvar su carrera política. Con el agravante de que el acusado principal, luego condenado, era entonces su marido y de que en el supuesto enjuague involucró a una docena de trabajadores de su Consejería. No es necesario apelar al recuerdo de la ferocidad con que Oltra perseguía a adversarios finalmente exonerados por la Justicia. Basta con la inaudita desfachatez de la verbena sabatina, la brutal indelicadeza con el drama de una víctima, para que su salida del Gobierno fuese una exigencia imperativa.