Imaginemos que Israel cede ante la a presión. Imaginemos que claudica ante un Biden acosado a su vez por un electorado que le reprocha su apoyo a un Estado «genocida» y que, entonces, Israel desecha la idea de entrar en Rafah para dar con los tres batallones supervivientes de Hamás.
Y supongamos que Israel acepta el alto el fuego global, de duración indefinida, que dice desear una Administración estadounidense aterrorizada por el auge de un antisionismo cada vez más furibundo.
La idea del apoyo incondicional de Estados Unidos a Israel es un mito que viene de largo, pero no deja de ser un mito.
El famoso veto sistemático de las resoluciones desfavorables al Estado judío en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas es, al contrario de lo que dice la leyenda, algo relativamente reciente y que surge de un momento concreto —el 11 de septiembre de 2001— en el que el propio Estados Unidos sufrió el azote del terrorismo.
Y aún recordamos, en las últimas horas de la guerra de 2006 en el Líbano, la orden que se le dio entonces al primer ministro de detener su ofensiva a orillas del río Litani y de no acabar con lo que quedaba de los combatientes de Hezbolá.
La suposición, por tanto, no es absurda.
Es la hipótesis que parece haber adoptado Chuck Shumer, líder de la mayoría demócrata en el Senado.
No cuesta nada imaginarse a un Israel al que le dan lecciones, le ponen trabas y le impiden actuar con Hamás de la misma manera en que el propio Estados Unidos actuó en su momento con el Dáesh y Al Qaeda. En resumen, no es difícil imaginarse a Israel forzado a la derrota.
¿Qué pasaría en tal caso?
Hamás, lógicamente, gritaría «victoria». Justo cuando estaba a punto de caer, resucitaría.
Estos criminales contra la humanidad que han jugado con la vida no sólo de los 250 israelíes secuestrados el 7 de octubre, sino de sus conciudadanos gazatíes convertidos en escudos humanos, saldrían triunfantes de los túneles.
La calle árabe los verá como la resistencia.
En Jordania, en Arabia Saudí, en Emiratos Árabes, en todos los países que han suscrito los Acuerdos de Abraham o que piensan firmarlos, gozarían de un prestigio reforzado.
Tanto en Cisjordania como en Gaza, acabarían por eclipsar a una Autoridad Palestina corrupta e ineficaz que palidecería ante la doble aureola de martirio y resistencia de la que se verían revestidos.
Hamás cambiaría de nombre.
O tal vez ni siquiera se molestaría en cambiarse de nombre y, directamente, entraría, en su forma actual, aunque oficialmente más sosegada, en el redil de la Organización por la Liberación de Palestina, de la que se convertiría en una de las entidades que la conforman.
A partir de entonces, todos los cálculos serán en vano.
Ninguna estrategia de Estado Mayor o de cancillería tendrá opciones ante la férrea ley de los pueblos que se convierten en turbas y de las turbas que se convierten en jaurías.
Y ninguno de los fantásticos planes elaborados por sabios, eruditos y expertos —uno para una fuerza de intervención internacional; otro para una autoridad árabe provisional, y el tercero, para un gobierno de tecnócratas que trabaje por la reconstrucción de Gaza— resistirá ante el vendaval del regreso in extremis de este grupo de criminales a los que, de repente, se condecora con las virtudes más heroicas.
Hamás será la ley en Palestina.
Serán ellos los que, sea cual sea la forma que adopte el nuevo Gobierno, impondrán su programa ideológico y político.
Y si no lo hacen, si se recetan prudencia y discreción temporales, si incluso, por un instante, adoptan un perfil bajo para que los olviden, Israel nunca tratará con una Autoridad en la que ellos sean parte interesada.
Adiós al Estado palestino.
Adiós a la fórmula de los dos Estados que dicen querer aquellos que no cesan de decirnos que «todo esto tiene que acabar».
Sin mencionar siquiera el «nuevo 7 de octubre» que Yahya Sinwar prometió a los israelíes desde el primer día; adiós a los planes de paz alimentados por los moderados de ambos bandos.
***
Por eso el mundo no tiene elección.
Toda la energía que se emplea en intentar que Israel se doblegue, debería emplearla en hacer que Hamás se doblegue.
Todo el tiempo que la Administración estadounidense invierte en inútiles negociaciones con los cataríes, expertos en pactar a dos bandas, debería emplearlo en meterlos en cintura exigiéndoles que ellos mismos asuman responsabilidades como dirigentes «políticos» de Hamás, a quienes protegen y acogen.
Y aquellos que dicen que rezan para que esta guerra termine y que «el día de mañana» traiga esa paz negociada que todos esperamos deberían saber que hay una forma, y solo una, de alcanzar esa paz.
La liberación de los rehenes es el primer paso.
La evacuación de los civiles de la futura zona de combate: ¿cuándo nos decidiremos a entender que Israel está haciendo más en ese sentido que cualquier otro ejército obligado a librar una guerra del mismo tipo?
Pero también la desarticulación, para que no pueda hacer más daño, de lo que queda de Hamás y sus escuadrones de la muerte en Rafah; sin esta victoria militar, la interminable rueda de las desgracias volverá a girar; es terrible, pero es la pura verdad.