Carlos Martínez Gorriarán-Vozpópuli
  • Un grupúsculo universitario bien organizado y financiado tiene muy fácil conseguir cotas de poder decisivas con un puñado de votos

Por afán de llevar la contraria a los tópicos, había yo decidido dedicar esta columna a reivindicar a esa mayoría de estudiantes universitarios que con su trabajo y actitud en clase hacen que, al menos para mí, siga mereciendo la pena trabajar en una institución tan degradada como la universidad pública, y en concreto en la mía, más madrastra cruel que alma mater. Pero el escrache a Isabel Díaz Ayuso se ha cruzado en el plan e invita a darle otro enfoque. Cierto, hay escraches políticos en la universidad, pero veamos: ¿quién ha escrachado hace tiempo a la universidad pública?

Doctorado en escraches, se imparten máster

Sin pretenderlo soy experto en escraches universitarios, quiero decir en sufrirlos. El primero lo viví en la Universidad de Barcelona hacia 1997, cuando acogía unas jornadas de Convivencia Cívica de Cataluña, el activo grupo constitucionalista dirigido por el profesor Francisco Caja. Pues bien, un violento grupo de maulets se apoderó de la Facultad ante la pasividad de la autoridad académica (el rector dependía del voto de los “estudiantes” independentistas radicales), e impidieron violentamente que Jon Juaristi, uno de los invitados, tomara la palabra arrancando los micrófonos, arrojando pintura amarilla a los asistentes y asaltando la tribuna berreando cánticos nacionalistas. Acabamos refugiados en un despacho de donde la policía pudo sacarnos horas después. Al día siguiente, y pese a la denuncia de los organizadores, ningún medio de comunicación catalán informó del hecho ni quiso saber nada, revalidando su cobardía y sumisión política habitual.

Años después asistí a otro escrache muy violento en la Universidad Autónoma de Barcelona contra Rosa Díez y UPyD, de nuevo escrachada en 2010 en la Complutense de Madrid por una escuadra boicoteadora dirigida in situ por Pablo Iglesias e Iñigo Errejón, quizás como prácticum de su inminente “asalto a los cielos”. De estos hechos se habló algo, pero quedaron impunes, y el tono puso en evidencia que gran parte del periodismo simpatizaba más con el separatismo catalán y el matonismo de Pablo Iglesias que con sus víctimas, anticipando el futuro inminente.

Pero fueron bagatelas comparado con lo sucedido en la Universidad del País Vasco a partir de 1997, cuando el activismo contra ETA de una parte del profesorado -de aquí surgieron el Foro Ermua y Basta Ya- nos puso en la diana de la banda: hubo bombas en los campus de la UPV-EHU, coches en llamas, despachos y aulas asaltados, profesores y alumnos agredidos, largas campañas de amenazas mediante miles de carteles a todo color con nuestras fotos cubiertas por dianas (guardo algunos). Solo en mi Departamento, del que era director, cuatro profesores tuvimos que resignarnos a la escolta policial y a renunciar por plazo indefinido a dar clases porque las fuerzas de seguridad temían un atentado más sangriento (con chivatos campando a sus anchas, matar a un docente era más fácil que cazar un pollo cojo). Así que fuimos apartados y mandados al exilio por una larga temporada; los que volvimos fuimos recibidos como si volviéramos de unas vacaciones envidiables y no de la persecución: gracias a nuestro destierro, la mayoría política de la universidad había girado irreversiblemente por mucho tiempo hacia el nacionalismo radical y la extrema izquierda.

Sospecho que el miedo de Wert a la universidad formaba parte del miedo e indiferencia de la derecha española al mundo de la cultura, el periodismo y la educación

No les aburro más con esta historia que oficialmente no ha ocurrido (ninguna institución se preocupó de cómo y a dónde volvíamos), y pasemos a la pregunta importante: ¿cómo es posible que estas cosas pasen y no solo queden impunes y se repitan, sino que tengan premio político porque los agredidos son expulsados y los agresores ocupan su lugar? Cui prodest?

Para contestarla pasemos a la época en que José Ignacio Wert era ministro de Educación del obtuso Mariano Rajoy y su estéril mayoría absoluta. Entonces yo era el diputado de UPyD responsable de educación, así que abordé discretamente a Wert y le pregunté qué pensaban hacer con la universidad: “Nada”, me respondió en la que quizás fue la única respuesta ministerial sincera de toda la legislatura. Sospecho que el miedo de Wert a la universidad formaba parte del miedo e indiferencia de la derecha española al mundo de la cultura, el periodismo y la educación, que Rajoy pretendía aplacar con los privilegios para Roures Prisa, subvenciones, carta blanca y fingido respeto. Pero los escraches demostraban que el pluralismo, la libertad de expresión y asociación no rigen realmente en la universidad, porque el régimen de gobierno universitario, basado en una concepción desviada de la “autonomía universitaria”, no funciona.

En parte es consecuencia de que el sistema electoral universitario conceda un poder desmesurado a sindicatos y grupos de presión. Por ejemplo, en el reglamento de la Complutense los estudiantes tienen el 25% de los votos en la elección del rector frente al 51% de los docentes, lo que les da el voto decisivo. Como la participación estudiantil es muy baja, delegados que en realidad representan a poquísimos tienen la llave de la política interna: en las elecciones a rector de 2019 en la misma Complutense, votaron poco más de 6.000 estudiantes de un censo de más de 71.000, menos del 10%. De paso, algunos consiguen impedir la consolidación y competencia de grupos de otro signo ideológico; basta con ver el hostigamiento sistemático al que someten al constitucionalista catalán S´ha Acabat con la complicidad pasiva de la autoridad universitaria. Nada tiene de raro cuando ministros del Gobierno, incluyendo al de universidades Joan Subirats, justifican el escrache a Ayuso como un acto de normalidad universitaria.

En resumen: un grupúsculo universitario bien organizado y financiado tiene muy fácil conseguir cotas de poder decisivas con un puñado de votos. Y este es solo uno de la docena de problemas serios de la universidad pública que exigen atención y no tienen nada o poco que ver con el dinero.

Que son grupúsculos ha quedado muy bien acreditado con el escrache a Isabel Díaz Ayuso -casi una fiesta pacifista comparado con los que he citado- porque solo 90 profesores de más de 6.000 de la Complutense firmaron contra la “alumna ilustre” (y más ilustrada que la estudiante premiada de la secta que salió a sacudirle en el acto). La pregunta, pues, no es por qué hay estudiantes y profesores de ideología totalitaria en la universidad, porque eso es trivial, sino cómo y por qué consiguen la ascendencia y control de la institución que expresan esos escraches y las agresiones al pluralismo ideológico y las corrientes democráticas. Es toda la universidad como institución pública la que lleva mucho escrachada, y los responsables últimos, quienes pueden impedirlo, no se sientan solo en los órganos de gobierno universitario, sino sobre todo en los escaños parlamentarios, despachos ministeriales e instituciones realmente influyentes.