JOSÉ LUIS ZUBIZARRETA-EL CORREO

  • Europa sacó de su convulsa historia la conclusión de que la mejor política consiste en que la moderación atraiga a la radicalidad en vez dejarse arrastrar por ella hacia los extremos

Todo proceso arroja subproductos. Alguno resulta ser más valioso que el perseguido. También ocurre en política. Los comicios autonómicos que se celebraron el pasado día 13 en la comunidad de Castilla y León son un ejemplo. A falta de saber cuál era su objetivo exacto, han planteado un problema que, no previsto en origen, ha desbancado la atención que merecería lo que se decía pretender. Sea cual sea el Gobierno que se forme o haya de repetirse el proceso por no haberse logrado formar ninguno en plazo, el debate se halla ya centrado en la procedencia o improcedencia de contar, como uno de sus miembros, con el partido que se ha ganado, a pulso y con creces, la fama de ocupar el polo diestro más extremo del espectro político.

El problema venía de lejos y no acababa de abordarse como su gravedad merece. Por ponerle una fecha, dataría del momento en que los dos grandes partidos que se habían alternado en la gobernación del país comenzaron a perder representatividad o, visto desde el otro lado, en que irrumpieron las nuevas fuerzas que se formaron en sus flancos exteriores con el objetivo de desplazarlos. Vox y Podemos son hoy, aunque no los únicos, los más significados. De flotar en el ambiente y ser abordado sólo en la academia, el problema ha pasado, tras los comicios citados, a introducirse en el núcleo de los partidos afectados, el socialista y el popular. En ambos se oyen ya voces discordantes, aún no demasiado articuladas, sobre la citada disyuntiva. No está claro, de momento, si tanto las favorables como las contrarias persiguen un objetivo que vaya más allá del más miope tacticismo electoralista.

El problema que vislumbra Castilla y León venía de lejos, y no se abordaba como su gravedad merece

Las urnas han dejado en estos partidos heridas de lenta curación. Su reacción inmediata ha sido la de ocultar las propias y hurgar en las ajenas. Pero, sólo reconocer cada uno las suyas, junto con la propia responsabilidad en causarlas, dará paso a la necesaria reflexión. El problema no es, además, de los que se zanjan por lo sano, sino que pide negociación para llegar a arreglos. Si el TC no ha sido aún capaz de pronunciarse sobre la validez de las promesas condicionadas que algunos diputados usan para simular un incierto acatamiento de la Constitución, difícilmente podrá esperarse que una norma dirima esta otra cuestión en que legitimidad y gobernabilidad, dogmatismo y pragmatismo, se imbrican de modo inextricable. La cuestión es compleja. De actitud más que de leyes. Por citar un país al que solemos mirar como ejemplo, no cabe olvidar que, en Alemania, tan proscrita por los partidos centrados es, en el nivel federal, la AfD, por la derecha, como Die Linke, por la izquierda. No es por imposición constitucional, sino el acuerdo previo que los partidos de la centralidad han alcanzado en pro de unas reglas de juego que eviten que la necesaria alternancia bascule de extremo a extremo y produzca exclusiones alternativas. Sin ese acuerdo previo, la hipocresía y el ventajismo -la ley del embudo, en suma- hacen temer en nuestro país que el asunto siga esgrimiéndose como arma arrojadiza en la lid electoral en vez de abordarse como un conflicto que requiere un arreglo adecuado para que el sistema funcione.

El proceso es delicado y ha de razonarse de modo que el ciudadano entienda por qué y para qué se lleva a cabo y evite la sospecha de apropiación arbitraria del poder por una parte del todo. A nadie excluye del sistema ni del pleno ejercicio de la representación popular. Sólo lo hace de la gestión institucional que del sistema se hace desde el poder constituido. No podía ser de otro modo en una Constitución no militante en la que sus más acerbos críticos tienen cabida. La finalidad es salvaguardar la salud de la democracia, y su solidez está en que así lo entienda y respalde con el voto la ciudadanía. Se trata, en suma, de que la moderación atraiga hacia sí a la periferia en vez de dejarse arrastrar por ella hacia los extremos. Es la conclusión que Europa sacó de una convulsa historia no lejana en que se vio brutalmente zarandeada por la radicalidad de los extremos. Y, si entre nosotros suena a estratagema ideada por pusilánimes para perpetuar un cómodo statu quo, es porque nuestros partidos entienden la política como confrontación sectaria entre enemigos en vez de como cooperación entre diferentes en pos de un bien común que todos puedan compartir de manera equitativa. Es la utopía que siempre idearon los mejores. Pero de éstos no tenemos, de momento, ni en escaparate ni en almacén.