JAVIER TAJADURA TEJADA-EL CORREO

  • En España tendría encaje constitucional mediante ley orgánica para preservar el derecho a la vida y la salud de todos. Pero el Parlamento no está dispuesto

El Gobierno italiano ha sido el primero en Europa en imponer la vacunación obligatoria a todos los residentes en el país mayores de 50 años. La medida fue propuesta por el comité científico que asesora al Gobierno de Draghi, entrará en vigor el 15 de febrero y tiene por finalidad «preservar el buen funcionamiento de las estructuras hospitalarias y, al mismo tiempo, mantener abiertas las escuelas y las actividades económicas». Alemania y Austria contemplan adoptar una medida similar.

España no es Italia. Aquí los expertos en la materia -médicos epidemiólogos y científicos- son sistemáticamente despreciados. Si dicen que las mascarillas en el exterior no sirven para nada, se establece su obligatoriedad. Si sugieren otras restricciones, se desestiman. Ello explica que España esté a la cabeza de Europa en la incidencia del Covid-19 y la muy elevada media diaria de fallecimientos por la enfermedad. En este contexto, y vista la saturación del sistema sanitario, puede ser oportuno abrir el debate sobre la vacunación obligatoria. A estas alturas, más de tres millones de personas continúan sin inmunizar.

Hasta ahora, las únicas medidas adoptadas para incentivar la vacunación han consistido en la exigencia en algunas comunidades autónomas del denominado pasaporte covid para poder acceder a determinados lugares. Cada una lo exige para lo que considera necesario (y requiere el aval judicial). Lo normal es requerirlo para entrar a locales de ocio y restauración y centros sanitarios. Pero los que deben pedirlo (el empleado del bar, por ejemplo) pueden no estar vacunados. No se exige para poder trabajar. Varias comunidades (Madrid, Extremadura, Castilla-La Mancha y Castila y León) prescinden por completo de él.

¿Podría establecerse en España la vacunación obligatoria? La respuesta exige distinguir la vacunación obligatoria de la forzosa.

La primera implica considerar infracción la negativa a vacunarse. Y sancionar dicha infracción con una multa, la limitación del derecho a la libre circulación e incluso del derecho al trabajo (como ha hecho Italia). Ahora bien, no implica la administración de la vacuna de forma compulsiva -esto es, por la fuerza- al infractor. Esta administración compulsiva es la propia de la vacunación forzosa, que no se aplica hasta ahora en ningún país.

La vacunación forzosa, como ha advertido el presidente de la Comisión de Bioética de España y uno de los máximos expertos en estos problemas éticos y jurídicos, Federico de Montalvo, es la última ratio y solo sería admisible en el caso de que la pandemia fuera tan grave y letal que la hiciera absolutamente imprescindible. Y ello porque afecta al último reducto de la libertad individual: la propia integridad física de la persona.

La vacunación obligatoria, por el contrario, tiene un fácil encaje constitucional siempre que la obligatoriedad se establezca por ley orgánica, se motive suficientemente y se precisen con claridad sus requisitos y efectos.

Desde un punto de vista material supone restringir varios derechos fundamentales (libre circulación, trabajo…) para preservar el derecho a la vida y a la salud de todos. Se trata de una finalidad legítima que no puede lograrse mediante una medida menos lesiva de derechos. Es, por tanto, necesaria y proporcional. Es una restricción a la libertad cuya finalidad esencial no es proteger al vacunado en contra de su voluntad (como puede ser la obligatoriedad del uso del cinturón de seguridad en automóviles o del casco en motos), sino proteger a los demás evitando la saturación hospitalaria. Por ello, las sanciones deben ser graves.

Y, desde un punto de vista formal, su implementación requiere la aprobación de una ley orgánica por parte de las Cortes Generales. No es posible establecer la vacunación obligatoria en una comunidad mediante ley autonómica. Aunque la última palabra la tiene el Constitucional, hay que recordar la ley gallega de salud pública que estableció la obligatoriedad de la vacunación y fue recurrida y suspendida cautelarmente por el Alto Tribunal. Por esa misma razón entiendo que la exigencia del pasaporte covid debería establecerse también por ley de las Cortes y no quedar al albur de lo que decida cada Administración autonómica de común acuerdo con el respectivo Tribunal Superior de Justicia.

En definitiva, el debate sobre la vacunación obligatoria no debe pivotar sobre el inexistente derecho a no vacunarse, sino sobre el cumplimiento de las exigencias del Estado de Derecho y de la democracia. El primero exige seguridad jurídica (precisar en qué casos es obligado vacunarse y cuáles son las consecuencias de no hacerlo), y la segunda, el respaldo expreso de los representantes de los ciudadanos al establecimiento de una medida restrictiva de derechos con carácter general. Para cumplir esas exigencias está la ley, pero lamentablemente nuestro Parlamento no parece dispuesto a cumplir con su función.