Hacia 1815 desaparecieron los ideales de la Ilustración sobre los que se había erigido Estados Unidos. O bien se popularizaron. Fue el principio del fin de los valores que impulsaron su revolución. Los Padres Fundadores se creyeron los guardianes del Siglo de las Luces. Con esa esperanza diseñaron su Constitución: desconfiaban del pueblo, por miedo a que diera rienda suelta sus pasiones; y del poder, por su irrefrenable tendencia a la concentración.
«Todavía hoy, estas transformaciones son difíciles de explicar, tanto como imprevistas, fueron producto de un cúmulo de apresurados acontecimientos que los americanos a duras penas podían explicar». Así narra el historiador Gordon S. Wood en Imperio de Libertad el primer cambio de era en Estados Unidos. «La transformación experimentada fue accidental, personificada en la figura de Andrew Jackson y sus Cazadores de Kentucky –los románticos, indisciplinados y analfabetos héroes de la Batalla de Nueva Orleans–», cuyo «pretencioso nacionalismo» puso en solfa los principios de la nación.
Para proteger la ciudad, el general Jackson desafió los poderes constitucionales, impuso la ley marcial, disolvió la Asamblea del Estado, ejecutó a desertores y suprimió la libertad de prensa. El pueblo pasó después por alto esos pequeños detalles. Lo realmente importante era que se acababan de medir de nuevo de igual a igual con Inglaterra. Nada ni nadie frenaría ya el frenético deseo de las masas de alcanzar el poder. Aquel 8 de enero de 1815, Jackson obligó a recular a las pertrechadas tropas británicas. Precisamente, esto ocurrió durante la Presidencia del relojero de la Constitución, del artífice del check and balance, James Madison.
Pasaron algunos años hasta que el pueblo consumó su primera venganza. A Madison le sucedió Monroe –el último de los presidentes fundadores–, y a este John Quincy Adams, el hijo de John Adams. Todavía las élites hicieron morder el polvo una vez más al pueblo. Quincy Adams era un huraño y disciplinado diplomático, un cultivado y políglota hombre de Estado que reconocía carecer de poder de seducción.
Las masas vibraban con Jackson, el héroe de guerra, el curtido y esforzado pionero sin estudios. No pertenecía ni a la élite de Virginia ni a la de Nueva Inglaterra. Acababa de ampliarse el sufragio. Jackson ganó en voto popular las elecciones de 1824 aunque sin mayoría absoluta en el Colegio Electoral. La Cámara de Representantes se decantó por Adams. Los fieles de Jackson gritaron «¡Robo, robo, robo!». Planeó sobre Washington la sospecha de oscuros tejemanejes entre el establishment.
Cuatro años más tarde, en 1828, Jackson culminó el sueño americano. La voz del Sur frente a los buitres financieros. El outsider frente a Washington. El contradictorio esclavista, patrón de la justicia social y de una ley mordaza; el fundador del spoil system–el reparto del botín, sistema según el cual el candidato ganador selecciona a sus funcionarios para evitar que se mantengan al servicio de las viejas élites–: el hombre común, el rey de la multitud, el amigo del pueblo. Comenzó la democracia jacksoniana’, un modelo nivelador imitado, con muchas salvedades y matices, por Wilson, F. D. Roosevelt, Johnson y Obama. La cultura política estadounidense incorporó con naturalidad el populismo.
Los jacksonianos representaban a los «hombres en ascenso» frente a los privilegios. A este lado del Atlántico, los pensadores victorianos mostraron su desconcierto. Dudaron entre protegerse tras los resortes del sistema o impulsar reformas para evitar ser arrastrados por la corriente. Los más conservadores contemplaron estupefactos y aterrados cómo la democracia había degenerado en oclocracia, el Gobierno de la muchedumbre. Con Jackson se polarizó el país. La campaña fue despiadada, una encolerizada sucesión de ataques personales. No se discutieron programas. Rachel, su esposa, falleció un mes después de las elecciones. Padecía del corazón. Para evitarle sobresaltos, Jackson escondía los recortes de prensa que arremetían contra el matrimonio –ella tenía un look peculiar y estaba divorciada–. «¿Deberían una adúltera convicta y su ilegítimo esposo ocupar los cargos más encumbrados del país?», se preguntaba un periódico whig –partidario de Adams–.
Jackson llegó a Washington en febrero para tomar posesión. Le acompañaron 10.000 personas que habían recuperado la esperanza. Olían a cuero, contaban las crónicas. Eran pobres y menesterosos dispuestos por fin a gobernar el país. «Espectros descarnados, enclenques y hambrientos», protestó el senador Clay. «Queremos pan, queremos que el Tesoro –el Estado– nos proteja, queremos nuestra recompensa», voceaban. El «campeón del pueblo» era el azote de los poderosos, de las víctimas de la incipiente industrialización, del proletario emergente, de los laboriosos agricultores del medio rural.
La multitud lo acompañó a la Casa Blanca, ocupó los salones, «se peleaba por refrescos» y «se subía a las sillas». Es el «reinado de Su Majestad la Chusma», escribió un observador. El país había cambiado para siempre. Los partidos buscaron desde entonces a su hombre común. Muchos años más tarde, en 1900, otro carácter arrebatador alcanzó la Presidencia: el republicano Theodore Roosevelt. Un alocado belicista que recibió el Nobel de la Paz. Prometió acabar con la corrupción y los monopolios y se mostró sensible a las demandas de la clase obrera. Se proclamó «gendarme internacional» y se comprometió a defender el orgullo de América. Fue un buen presidente.