Luis Ventoso-ABC
La etapa de González fue solo un paréntesis en un partido nada patriótico
Casado acudió ayer a La Moncloa con una oferta que permitía a Sánchez continuar como presidente de España sin depender de fuerzas antiespañolas. Resumiendo, le trasladó que el PP apoyaría sus presupuestos si renunciaba a su mesa con ERC y Torra y aplicaba las medidas para contenerlos que el propio Sánchez prometió en campaña. ¿Respuesta? La esperada. Casado fue despedido con cajas destempladas. El Gobierno incluso incurrió en la descortesía de emitir un comunicado poniéndolo verde antes de que hubiese podido valorar el encuentro.
Lo sucedido vuelve a evidenciar una realidad que muchos votantes se resisten a ver: el PSOE se siente más cercano a los que pelean por la independencia de regiones españolas que a quienes defienden la unidad
de la nación; prefiere a los separatistas antes que a los partidos constitucionalistas de centro-derecha. Son cordiales -y hasta untuosos- con Torra y Rufián y bordes con Casado y Arrimadas.
Parte de la opinión pública sigue confundiendo al PSOE con la etapa de Felipe González, donde con aciertos y errores se cultivó cierto sentido de Estado. No se acaba de asumir que el Partido Socialista ha sido desde siempre una formación fascinada con los nacionalismos disgregadores, ante los que se pliega gregario. González mandó en el PSOE durante veinte años. Pero el partido soplará en mayo 141 velas. A poco que se repase su historia se descubre una andadura poco edificante. En 1910, su creador, el tipógrafo ferrolano Pablo Iglesias, firmó una de las páginas más infames de nuestro parlamentarismo, una amenaza violenta al líder conservador Antonio Maura: «Para evitar que Maura suba al poder debe llegarse hasta al atentado personal». Ese era el estilo del venerado fundador. En los años veinte, UGT y PSOE colaboran encantados con la dictadura de Primo mientras el autócrata reprime a otras formaciones. En 1934, el partido que hoy mitifica la II República hasta el empalago se alzó contra su legalidad instigando la Revolución de Asturias. Ese mismo año, el partido que se apellida Español apoyó la proclamación de Companys. La Alianza Obrera, de la que formaban parte los socialistas, incluso defendió en armas la república catalana desde las calles de Barcelona.
«La definitiva solución del problema de las nacionalidades que integran el Estado español parte indefectiblemente del pleno reconocimiento del derecho de autodeterminación de las mismas», rezan las conclusiones de su congreso de 1974. La defensa de la autodeterminación figuró en su programa hasta fecha tan tardía como 1976. Históricamente, el PSOE siempre fue federalista y contrario al patriotismo, que denominaba con desprecio «centralismo» y que veía «propio de las oligarquías» y contrario a la clase obrera. La simpatía de los socialistas por los nacionalistas, a los que siempre han elegido como socios en los gobiernos autonómicos, no atiende a un insólito viraje de Zapatero y Sánchez. En realidad ha sido casi siempre el alma del partido. El PSOE es lo que es. Sueñan despiertos los votantes que todavía lo contemplan como «un partido de Estado».