ARCADI ESPADA – EL MUNDO

· Aún hay quien se pregunta por qué los nacionalistas no detienen su carrera —y la nuestra— hacia el abismo. La respuesta la dio ayer la sesión del parlamento catalán que acabó con 36 años de autogobierno. Solo es la vergüenza. La sesión fue el concentrado obsceno de cinco años devastadores. No es que ayer el nacionalismo perdiera el respeto a los ciudadanos, algo que lleva haciendo desde el principio de las hostilidades. Es que perdió el poco respeto que aún podía tenerse a sí mismo. En lo económico, el nacionalismo ha acabado como Pujol: como un corrupto.

En lo político, ha acabado como el parlamento de Cataluña: cerrado por derribo. Sobre la intolerancia, sobre el despotismo, incluso sobre la crueldad, puede construirse un nuevo orden. Pero nada puede levantarse sobre la vergüenza, ese lodo movedizo. En los días que van entre la manifestación de agosto y esta sesión parlamentaria, Cataluña ha demostrado al mundo que es un país políticamente ridículo e incapaz. Un país de cobardes y suicidas. Si yo fuera catalán, que ya me quité, iría estos días por las calles pidiendo perdón, aunque fuera a mí mismo, tal es el inexorable compromiso de corresponsabilidad que exige la democracia.

La vergüenza es la única razón por la que los nacionalistas no pueden pactar. Necesitan vencer. La victoria limpiaría su vergüenza. Al fin y al cabo, dirían ya limpios y redimidos en el alba de su República, todos los partos son escandalosos y sucios, y un punto vergonzosos mirados desde cerca. Pero no solo la victoria. También la derrota puede redimirles. Es más, dadas las condiciones objetivas, es decir, dado el poder, la derrota es lo único que puede redimirles. La condición, como en el caso de la victoria, es que se trate de una gran derrota. No la derrota blanda y negociada que quería el melifluo tercerismo. Esa posibilidad no disolvería la vergüenza, sino que la haría más sólida. Se hace imprescindible la organización de uno de esos grandes momentos icónicos, tan ennoblecedores, en que el vencedor arranca las medallas del pecho del vencido.

Así pues, el gobierno democrático tiene una gran responsabilidad. Debe darle a los golpistas la exigente derrota que merecen. Debe dar, en efecto, una salida a Catalunya y debe hacerlo pronto y con contundencia. Catalunya no puede, no debe morir. Y su única posibilidad de supervivencia es que una implacable Derrota funde las bases de un nuevo relato victimista capaz de durar otros 300 años. Solo así Catalunya no morirá y podrá seguir en su fértil estado natural, agonizando.

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