Con la captura de Puigdemont se ha puesto fin al intento de montar un Govern en el exilio que sirviera de contrapoder simbólico, custodio de las esencias independentistas e instrumento para la internacionalización del conflicto.
El conflicto político de Cataluña perdurará mucho tiempo, pero se ha sofocado el golpe insurreccional que arrancó hace seis meses con la derogación de la Constitución y del Estatuto en el Parlament. Y eso no habría sido posible sin la presión judicial.
Quienes ahora reivindican el papel exclusivo de la política omiten que las cosas han llegado hasta aquí por la irresponsabilidad de los dirigentes nacionalistas de Cataluña y por la incompetencia de los gobiernos y los partidos españoles para encauzar el problema y frenar en su origen una operación de desguace del Estado iniciada hace una década.
Se dejó a España sin Gobierno durante un año mientras en Cataluña se preparaban estructuras de Estado y un referéndum ilegal de autodeterminación
El infausto tripartito fue un desastre estratégico. Lo fue aún más la gestión de aquella disparatada reforma del Estatuto. Se asistió impávidamente a la mutación independentista de Convergència. Se miró a otra parte en la consulta plebiscitaria del 9-N de 2014. Se dejó a España sin Gobierno durante un año mientras en Cataluña se preparaban estructuras de Estado y un referéndum ilegal de autodeterminación. El PSOE coqueteó con el apoyo de los independentistas para echar a Rajoy y, en vísperas de la insurrección, puso en circulación irreflexivamente lo de la plurinacionalidad.
Se dejó pasar el golpe parlamentario del 6 de septiembre sin una reacción decisiva (ese fue el momento del 155). Se confió cándidamente en Trapero y sus Mossos para impedir el referéndum. El Gobierno hizo el ridículo el 1 de octubre. Y por abreviar la historia, el jueves Rajoy estaba dispuesto a dar por bueno el nombramiento presidencial de un gerifalte de la rebelión porque eso le despejaba la votación de sus Presupuestos.
Sí, el problema pudo y debió resolverse desde la política. Pero no se hizo. Y cuando el Estado y la Constitución llegaron a estar al borde del colapso, las otras instituciones del Estado —primero el Rey y después la Justicia— tuvieron que salir al rescate para parar el golpe que la lenidad de los políticos había dejado crecer.
Escucho a algunos y me pregunto si habría sido mejor que tras la DUI los jueces se hubieran quedado quietos y nadie hubiera tenido que responder por sus delitos. Si estaríamos mejor con los Puigdemont, Junqueras, Forcadell y todos los demás campando por sus respetos, gobernando a sus anchas y libres de presión judicial. Si se debería haber permitido la investidura de Puigdemont y la puesta en marcha de la segunda fase de la sublevación. ¿De verdad alguien cree que alimentando el sentimiento de rebeldía impune el horizonte estaría más despejado y la situación pacificada?
Fue el independentismo quien sacó este conflicto del ámbito de la política cuando hizo saltar a patadas las compuertas de la ley. A partir de la abrogación de la Constitución el 6 de septiembre, del referéndum ilegal del 1 de octubre y de la DUI del 27 de ese mes, caducó temporalmente el momento de la política y llegó el de la Justicia. Esperar otra cosa era pedir la claudicación del Estado de derecho.
“Ojalá Llarena no encarcele a nadie”. Quien así habla comparte el principio de que la política debe supeditarse a la ley y no al revés. Debemos suponer, pues, que ese deseo se basa en la convicción de que ninguno de los encausados albergaba la menor voluntad de fuga o de reincidencia. En caso contrario, se estaría reclamando al juez que abdicara de su obligación procesal en favor de una hipotética solución política del problema.
Fue el independentismo quien sacó este conflicto del ámbito de la política cuando hizo saltar a patadas las compuertas de la ley
Ojalá los políticos se hubieran ganado ese crédito. Si hubieran hecho su trabajo, Pablo Llarena seguiría siendo un juez anónimo, Cataluña tendría un Gobierno merecedor de tal nombre y nadie estaría en la cárcel. Por desgracia para todos, no ha sido así.
Torrent precipitó la investidura de Turull para poner al juez ante el chantaje de enviar a prisión a un ‘president’ recién electo. La respuesta de Llarena ha estado a la altura de la provocación: rechazo el chantaje y además lo hago en el momento justo en que tú mismo has desbloqueado el mecanismo democrático. Una vez más, los independentistas sobrevaloran su fuerza e infravaloran lo que tienen enfrente.
Tienen dos meses para elegir si prefieren un Govern limpio y empezar a gobernar o repetir las elecciones, que serían las segundas del 155
Llarena ha culminado su trabajo de instructor con escrúpulo jurídico impecable y mostrando un notable talento político. Sorteando todas las trampas que le han tendido los reos, ha concluido en tiempo récord un sumario endiabladamente complejo. Y de paso, ha evitado la humillación de colocar al frente de la Generalitat de Cataluña a uno de los que encabezaron la sublevación. Lo menos que puede decirse es que ha cumplido como juez y como servidor del interés del Estado.
Ahora sí se abre de nuevo el espacio de la política. Ya sabemos que el próximo presidente de la Generalitat será probablemente un independentista, pero no un delincuente encausado por la Justicia. Tienen dos meses para elegir si prefieren un Govern limpio y empezar a gobernar —me vale como punto de partida el programa de Turull, que ellos mismos votaron el jueves— o repetir las elecciones, que serían las segundas del 155.
El conflicto de fondo está muy lejos de resolverse. Pero estamos mejor que hace una semana e incomparablemente mejor que hace dos meses. Y no se lo debemos a ningún político, sino al Estado democrático. Fundamentalmente, al Rey y a los jueces.
Eso sí: sospecho que ayer Oriol Junqueras, desde su celda, paladeó la jornada. Pero ese es asunto para otro artículo.