ABC-IGNACIO CAMACHO
En un brillante «travelling» hacia el pasado, Garci se autorretrata como el último heredero español del cine clásico
Allí están de nuevo, en un Madrid de los setenta en el que la agonía de Franco preludia una nueva etapa, los billares y los gimnasios, los teléfonos de ficha, las radios, los bares canallas donde bebía vino barato –«Chateau Maison»– el detective que hace casi cuatro décadas encarnó el gran Alfredo Landa. Están las mujeres fatales, los policías veteranos, las leales secretarias, las celestinas de lujo, los antihéroes cansados que beben dry-martini y citan, qué hermoso detalle de amistad, a Manolo Alcántara. Y está sin estar el propio Landa, revivido en la juventud del personaje Areta por un formidable Carlos Santos que ha sabido convocar en su expresión toda la hondura dramática, la sentimentalidad evocadora y la dignidad intacta que el actor desaparecido concentraba en su poderosa mirada. Y está la narrativa visual, plano y contraplano, humo saliendo de la pantalla, que el director aprendió viendo desde su infancia cientos de películas americanas. Ecos de la suave tristeza de «Los mejores años de nuestra vida», del humor cáustico de «Eva al desnudo», de la generosidad moral de «Casablanca».
En esa historia de noir puro, estructurada como un largo travelling hacia el pasado, Garci se ha autorreferenciado como el último heredero español del cine clásico. El miércoles, en el Capitol de la Gran Vía, en cuya arquitectura art déco se perdía de niño con los ojos como platos, un foco lo abrazó con su cono de luz, como en aquella noche angelina, cuando la proyección terminó entre un largo aplauso. Ciclo cerrado. De todas sus vidas de repuesto, quizá en ninguna se sienta mejor que en la de ese sabueso de barrio, noble, introvertido, íntegro y solitario.