La vigilancia permanente

LIBERTAD DIGITAL 23/03/16
FERNANDO MAURA

Los terroristas se parecen a ellos mismos. No importa su denominación, sus pretensiones o su ideología, actúan siempre de forma similar. Como bandas asesinas que son, están siempre dispuestos a la venganza y preparados a pronunciar siempre la última palabra.

Y no toleran nunca los éxitos de la policía. Hagamos memoria del caso español, el de ETA, que algunos hemos conocido muy de cerca. Si José Antonio Ortega Lara fue liberado un 1 de julio de 1997 por la Guardia Civil, después de 532 días de secuestro, el joven concejal del Partido Popular en Ermua, Miguel Ángel Blanco, apenas 10 días después sería asesinado, a cámara lenta -según expresión que utilizaría el por aquel entonces director de El Mundo en el País Vasco, Melchor Miralles-.

No ha sido seguramente muy diferente al inolvidable caso reseñado el del terrorista de DAESH Salah Abdeslam, que fue detenido por las fuerzas del orden de Bélgica como uno de los principales sospechosos de los atentados terroristas sufrido en el suburbio de Saint Denis en París en la noche del 13 de noviembre del pasado año y en los que perdieron sus vidas 147 personas. Cuando se escriben estas líneas son 34 las víctimas mortales que el terrorismo se ha cobrado en Bruselas.

Son diferentes los protagonistas, diferente el número de las personas que han sufrido estos atentados. Pero la crónica adquiere ese carácter mafioso que caracteriza a las bandas asesinas. Lo tienen muy claro: ellos deben ganar a la ley, aterrorizar a la sociedad, conseguir que vivamos amedrentados durante el resto de nuestros días… hasta que nos resignemos a su violencia asesina y les facilitemos la obtención de sus propósitos, cualesquiera que éstos puedan ser.

El terrorismo -el del DAESH o el que sea- sabe que tiene fácil su actuación. Que la nuestra es una sociedad abierta y libre que respeta los derechos individuales, aun los de los mismos asesinos; que nuestro modo de vida tiende a considerar como engorrosos, cuando no inútiles, los controles que se nos imponen; que nuestra existencia discurre muy deprisa y que olvidamos pronto, siempre propicios a prestar nuestra atención a los asuntos que nos resultan más cotidianos, familiares y profesionales… En suma, que nos defendemos mal y que a veces escuchamos muy bien los cantos de sirena que nos llaman a deponer nuestra resistencia.

Pero nuestras libertades, tan difícilmente conseguidas, desaparecerían en un abrir y cerrar de ojos si no las defendemos. Y, como decía uno de los Founding Fathers de los Estados Unidos, Thomas Jefferson, «el precio de la libertad es la vigilancia permanente». Esta es, por desgracia, la advertencia de siempre. Y en particular de estos tiempos que nos está correspondiendo vivir.