ANTONIO ESCOHOTADO-El Mundo

El autor reflexiona sobre el papel del macho en la naturaleza y en la sociedad. Y se acerca a la obra de autores como Peterson, Pinker y Deaton para abordar el radicalismo feminista.

ENTREVISTADO en este periódico por Cayetana Álvarez de Toledo, el psicólogo canadiense Jordan Peterson se arriesga al despido –y al linchamiento moral– dedicando un ensayo a los valores que promueve el radicalismo feminista, tan aliado hoy con la corrección política en el ámbito académico. Es de agradecer que evite la simpleza añadiendo antropología cultural, psicología y biología a su perspectiva, y perfile el nexo del asunto con el rechazo posmoderno de la objetividad.

De hecho, la entrevista puede ampliarse consultando Doce reglas para la vida, donde Peterson entra a fondo en el «todo son interpretaciones» del constructivismo, y elabora hallazgos paralelos a los de su compatriota Stephen Pinker en Los ángeles que llevamos dentro (2011), a mi juicio y por ahora la investigación más extraordinaria y concluyente del siglo XXI, junto con The Great Escape (2013) del economista Angus Deaton. Pinker demuestra «la drástica reducción de la violencia en todos los ámbitos del orbe», comparando sus evidencias con los viejos y nuevos clichés del catastrofismo amarillista. Deaton, estudiando «la salud, la riqueza y los orígenes de la desigualdad» (subtítulo de su libro) refuta –con otro aparato apabullante de datos– toda pretensión de progreso guiada por el par explotador–explotado, y exhibe los resortes reales de mejoramiento.

Si me permiten empezar con un inciso, recordemos al andrógino, aquél ser de dos cabezas y cuatro extremidades, mitad mujer y mitad hombre, que en vez de reproducirse se regeneraba copulando consigo mismo, y quiso tomar por asalto el Olimpo apoyado en su enérgica salud. Como acabar con toda forma de ser humano era privarse de ofrendas y creyentes, Zeus cortó el cordón umbilical que unía a los dos lados, mientras su hijo Apolo se encargaba de suturar la hemorragia, y desde entonces cundió el amor como nostalgia por la unidad perdida, desdoblada en ternura y pulsión lúbrica.

Un ciclo mítico paralelo expone la secuencia de castraciones sucesivas inspirada inicialmente por Gea, que logró emascular a su esposo Urano con ayuda de sus hijos, en particular del más joven, Cronos. Consciente de que le esperaba otra conspiración montada por su consorte, Rea, Cronos decidió ir devorando a su prole según nacía, aunque en vez de comerse al sexto tragó una piedra envuelta en sabrosos pañales, y reprodujo la secuencia de ser castrado y destronado por su benjamín. Con ello cristalizaron dos fantasmas recurrentes: el progenitor obstinado en retener su cetro, y la progenitora obstinada en quitárselo insurgiendo a su prole.

En el reino animal no es infrecuente el macho que mata cualquier cría ajena, entre otros motivos porque solo interrumpir el amamantamiento restablece el celo de las hembras, y la posibilidad de fundar estirpe propia. Otro rasgo animal frecuente es que ciertas hembras de tamaño muy superior –reinas de termiteros, hormigueros y colmenas, mantis religiosas, viudas negras…– consumen su fecundación decapitando, desventrando o devorando al macho. Así se las gasta el reino físico, cuyas metas reproductivas y selectivas nos reducen a ladrillos en el muro inacabado del tiempo.

A esa luz recapacito sobre el tormento de «la tiranía feminicida» apadrinada por Woody Allen, para la cual no merece una línea la costumbre de comprar esposas –infantiles o no–, ablacionar el clítoris de púberes e impúberes, o seguir tolerando que baste el testimonio de un varón y se exija al menos el de dos hembras, dada «la debilidad congénita de su entendimiento». Sancionado esto por el abrazo de Chávez y Ahmadineyad, y el de Castro con Jamenei, no podría interesarle menos que millones de mujeres sean tratadas como acémilas, cuando no asesinadas o desfiguradas con vitriolo por negarse a lo que su padre o hermanos ordenen.

La incumbencia de este movimiento no es la calidad de vida de la mujer, ni su autonomía, sino promover una crisis general de la masculinidad ajena tanto a lo complejo como a lo concreto. Desde Monique Wittig, que ya en los años 70 formuló las tesis lesbofeministas nucleares, cualquier agresión padecida por el sexo femenino será cutánea comparada con sufrir el fetichismo de la mercancía, y la tiranía del beneficio económico. Peterson sugiere que este radicalismo rechaza a fin de cuentas la naturaleza, y «que prosperen las libertades civiles en vez de un parvulario perpetuo», entendiendo que el favorecido es culpable del desfavorecido, y las debilidades del segundo se curarán castrando en términos más o menos metafóricos al primero.

Entre los orangutanes, añade Peterson, el sex appeal de los machos alfa asegura que la violación se reserve a los machos débiles, como suele ocurrir también en todo tipo de sociedades humanas. Con todo, para no estar indefensos ante el shock de la belleza inmediata inventamos entre otras cosas instituciones como el matrimonio, gracias a las cuales nos aseguramos de que la familiaridad mantenga abierto el cofre de sus inagotables tesoros, y sin dejar de ser animales la eticidad llama a ver en el prójimo un fin en sí, nunca un medio. Esa es la justicia primordial, y saber que es en todo caso su propio premio nos defiende de parvularios kafkianos u orwellianos, donde mandar y obedecer agota las alternativas.

Hércules fue el paradigma mítico del fuerte esclavizado con artimañas, y cuando Gorgias ligó la sociedad civilizada con ello Sócrates objetó, con razón, que fuerza y debilidad son nociones equívocas cuando pretenden explicar la dinámica social humana, aunque ni él ni otras inteligencias preclaras lograran darse cuenta de que algo inexorable empezaba a mermar el ahorro. El Imperio egipcio y el persa limitaron el trabajo servil a la esfera doméstica, y la catástrofe nació con el supuesto buen negocio de enseñar al esclavo toda suerte de oficios, manteniendo su condición de no–persona.

La competencia desleal de estos profesionales hundió a sus equivalentes libres, y reduciendo el incentivo del trabajo al miedo lo despojó no ya de inventiva sino de simple productividad, instando en cada rama un arte de la desidia. A medida que los mercados de bienes y servicios se desvanecían, crecieron los dedicados a comprar y vender seres de aspecto humano, y Roma acabó adoptando como culto oficial el de la santa pobreza, mientras su Fisco perseguía selectivamente al hombre de negocios. En el 800, al coronarse Carlomagno –el primer emperador analfabeto–, los europeos son apenas un décimo de los vivos en tiempos de Augusto, y palabras como lucro y comerciante han desaparecido del léxico escrito por obscenas.

Hasta el Renacimiento, los cristianos –reformados y no reformados– no coinciden en que el fiel debe ser «razonablemente próspero», y recordemos que dejar de considerar obsceno al comercio dispara simultáneamente los alzamientos comunistas del campesino centroeuropeo y el género utópico, nacido con Tomás Moro. Desde entonces, lo santo del pobre se retraduce como santidad del débil, y devolver sus cadenas a Hércules acaba fundando la religión política, un culto sostenido por el sacerdocio intelectual que aspira a ley científica del progreso.

Luego comprobamos que dicha ley –la dictadura del proletariado– sobrevivió a que los proletarios apostasen en masa por la movilidad social, y a que sus oasis extraeconómicos incluyan siempre cortinas de hierro, desnutrición y policía del pensamiento. Preguntando cui bono «quién sale ganando de incluir al empresario entre los vagos, y cuestionar todo lo conocido sobre parásitos y parasitados» desembocamos en una operación eugenésica, que entre otras cosas borra las lindes entre falta de virtud y desigualdades observables, como edad, sexo, educación, minusvalías congénitas o adquiridas. Antes, ni la ingratitud ni la ociosidad se computaban como hándicaps, y ahora orientan las subvenciones culturales.

BENDITO SEA EL perdedor, porque suyo será el reino de Maduro, y bienaventurado quien se despreocupe de la virtud, comprendiendo que apelar a la responsabilidad es la esencia del enemigo. Veneremos la insatisfacción, venga de donde venga, sabiendo que las víctimas del sistema sanarán cuando la compraventa y el ahorro den paso a bonos de economato, sabiendo que cuando llegue la revolución todo explotado podrá matar o esclavizar al explotador, sin dejar de ser un puro instrumento del progreso.

Tampoco conozco a mujer adornada de virtudes que no sea tranquilamente feminista, ni varón digno que consienta ver atropellado al otro sexo, y nada podría preocuparme menos que conductas desconsideradas de mi descendencia. Peterson, Pinker y Deaton sugieren que estamos como nunca, aunque no por designio consciente, y en la próspera volatilidad flota una conciencia roja, tan escorada a la izquierda de la izquierda como reñida con lo objetivo.

Antonio Escohotado es filósofo. Su última obra publicada son los tres volúmens que conforman Los enemigos del comercio (Espasa, 2016).