La Yihad de la opulencia

Al-Qaida capta entre los hijos de las élites islámicas a buena parte de sus kamikazes. Muchos suicidas, como el mártir de Detroit, se unieron al terrorismo cuando cursaban sus estudios en Occidente.

Umar Farouk Abdulmutallab no tenía quien lo escuchara y comprendiera. Él se esforzaba por vivir de acuerdo con las normas del Corán y la suna, pero la soledad y la falta de guía impedían su satisfacción existencial como buen musulmán e, incluso, reforzaban una personalidad depresiva. Las pesquisas policiales aventuran que, mientras cursaba estudios en Londres, consiguió el auxilio espiritual requerido y que fueron tales consejos los que animaron su definitivo compromiso con la Yihad.

Aunque no ha conseguido derribar un avión sobre Detroit, su particular aportación a la guerra santa, el mártir frustrado ya ha advertido que otros seguirán su estela bárbara. «Soy el primero de muchos», ha asegurado a los agentes del FBI que tratan de averiguar cómo consiguió burlar los controles en el aeropuerto de Amsterdam y subir a la nave con una bomba escondida en su ropa interior.

Sin embargo, este joven nigeriano se equivoca. No ha abierto camino para otros iluminados, sino que ha recorrido una senda ya muy transitada. La vía tiene su origen en aquellos lugares donde alguien sabe rentabilizar los requerimientos producidos por profundas convicciones religiosas, a menudo mezcladas con insatisfacciones personales. Tras obtener la voluntad del acólito, es hora de pergeñar ambiciosas operaciones terroristas.

A lo largo de la primera década del siglo XXI, un puñado de kamikazes ha pretendido alcanzar el paraíso mediante atentados contra objetivos occidentales en Europa, Norteamérica, India o Indonesia, entre otros escenarios. Ellos y sus mentores eran conscientes de que, dados sus medios económicos y habilidades personales, un golpe en cualquier punto del norte siempre obtiene mayor repercusión mediática que cualquier matanza, por masiva que sea, en las torturadas y anónimas vías públicas de Irak, Pakistán o Afganistán.

La búsqueda de tipologías propiciatorias para el sacrificio constituye un objetivo de los servicios de seguridad, pero la variedad de perfiles impide definiciones precisas. Curiosamente, en el mundo islámico hallamos varios ejemplos de individuos como Umar, jóvenes de procedencia acomodada y costumbres cosmopolitas que mudaron radicalmente sus conductas, a menudo durante sus estancias académicas en el extranjero. Es el caso de Ziad Samar Jarrah, un libanés crecido en un hogar secularizado y formado en instituciones escolares católicas. Al parecer, su afán por estrellar el vuelo 93 de la compañía United Airlines contra el Capitolio o, quizás, la Casa Blanca, fracasó por la resistencia del pasaje y supuso el único objetivo inalcanzado del 11-S.

El gusto por la buena vida y las discotecas de moda se trastocó en Alemania. Los círculos de estudiantes expatriados constituyen un caldo de cultivo propicio para el proselitismo y la conspiración. En el de Hamburgo, Jarrah contactó con Mohammed Atta, urbanista y cerebro del ataque contra las Torres Gemelas. También proveniente de la burguesía árabe, preparaba un máster de arquitectura.

Su activismo religioso, contrario al invasivo concepto de modernidad occidental, se nutrió sin duda de la frustración generada por los conflictos de Chechenia, Irak o Afganistán, banderín de enganche de numerosos individuos simpatizantes de Al-Qaida, pero también argumento vindicativo para operaciones terroristas. Existen indicios de su proximidad a Rabei Osman el Sayed, más conocido como Mohamed El Egipcio, el presunto instigador del 11-M español.

Organizaciones juveniles

Asimismo, la personalidad de Mohammad Sidique Khan, el profesor infantil que dirigió el ataque del 7-J en Londres, se antoja desligada entre una formación superior con inquietudes sociales, que le mereció el respeto de su comunidad, y sus propósitos criminales. El ascendiente de individuos de fuerte carácter en el marco de organizaciones juveniles o de fomento del credo resulta sumamente efectivo. Al parecer, Sidique Khan utilizó el Hamara Youth Access Point, un centro musulmán destinado a adolescentes en Leeds, para propagar sus postulados radicales entre muchachos fácilmente influenciables.

El desarraigo, la miseria y la ignorancia son ajenos a los grandes conspiradores. Kafeel Ahmed nació en Bangalore, la capital del software indio, y por su condición de ingeniero trabajó en una subsidiaria de Boeing y Airbus. Pereció al estrellar un ‘Jeep Cherokee’ repleto de propano contra la terminal aérea de Glasgow en 2007. Al igual que su acompañante, el médico Bilal Abdullah, frecuentaba webs islamistas y se sospecha su participación en las explosiones de la capital inglesa.

El íntegro Umar echaba en cara a sus padres que sus costumbres alimenticias no se guiaban por el estricto cumplimiento de las reglas ‘halal’ y Muriel Degauque impedía que sus padres comieran juntos cuando la visitaban en su hogar. Tras una adolescencia conflictiva, esta joven abrazó la fe musulmana y se cubrió con el velo. Murió hace cuatro años, lejos de su Charleroi natal, como única víctima de la detonación que provocó en Bagdad al estallar el coche que conducía. Ni ella ni su marido, también abatido, pudieron culminar sendos ataques contra las tropas de EE UU.

Su caso avala que, a la rabia crecida durante años de estudio, se puede anteponer la furia aprendida y la determinación que asiste a quien, tras una vida errática, queda fascinado por la verdad revelada. Como la conversa belga, algunos de los suicidas o de los reos que penan condenas de por vida no fueron ni tan piadosos ni musulmanes de nacimiento.

Las cámaras han detenido en el tiempo el acceso del jamaicano Germaine Lindsay al metro londinense, unos minutos antes de que hiciera explosionar su mochila. Según quienes lo conocieron, entonces ya no quedaba nada del traficante de drogas redimido por la religión y rebautizado como Abdullah Shaheed Jamal. Quizás tan sólo su odio por los blancos, a los que denominaba basura y que, al parecer, lo habían convertido en una víctima más de la discriminación racial.

Abdullah al-Muhair fue detenido en Chicago antes de que concluyera sus planes de elaborar una bomba radiactiva. Al parecer, durante su última reclusión, en la que llevó a cabo la conversión religiosa, ya había abandonado el nombre de nacimiento, José Padilla, y los numerosos alias que empleaba como miembro de la banda Maniac Latin Disciples. Este portorriqueño había abandonado las filas de la delincuencia organizada para viajar por Arabia Saudí, Pakistán o Irak e incrementar notoriamente la magnitud de sus crímenes.

Una bomba en el zapato

Como el desdichado Umar, Richard Reid también llegó a embarcar en un avión pero fue descubierto antes de poner en marcha el artefacto que portaba. El nigeriano escondía ochenta gramos de pentaeritritol en sus calzoncillos y el británico había guardado la bomba en los zapatos. Ambos compartían el mismo objetivo de destruir un aparato que partía desde Europa rumbo a una ciudad norteamericana y también su común ingenio de camuflar explosivos ha propiciado el fortalecimiento de las medidas de seguridad en los aviones.

A menudo, hay un momento en la vida de los kamikazes que exige romper con su pasado, quizás antes de que su rastro se pierda en Oriente Próximo o en un tortuoso periplo que parece encaminado a chequear la seguridad de los aeropuertos de medio mundo. El padre del estudiante africano supuso que su hijo había emprendido un viaje sin retorno tras la llamada desde la terminal de Dubai, y la familia de Zacarias Moussaui desconocía su paradero hasta que fue detenido por su implicación en el 11-S.

Nacido en San Juan de Luz en el seno de una familia de origen marroquí marcada por la violencia paterna y el abandono del progenitor, este seguidor de Atta creció en la convulsa periferia parisina, aunque su historia se enderezó gracias a los estudios de Comercio Internacional en Londres. La realización de un cursillo de pilotaje en Estados Unidos lo conectó con el grupo de suicidas.

Como Reid, permanece en una prisión de máxima seguridad condenado a cadena perpetua. Sin embargo, su historia no resulta tan patética como la de John Walker, el talibán anglosajón. Tan sólo contaba veinte años cuando, en 2001, el acento californiano de su inglés sorprendió a los soldados que lo capturaron en el norte de Afganistán. Todo había empezado cuando vio a Denzel Washington protagonizando en la gran pantalla la tragedia de Malcolm X. El impacto de la película fue tan grande que abrazó el Islam con dieciséis años. Un año después ya iniciaba un periplo por los campos de entrenamiento de Yemen y las madrasas de Pakistán.


Un terrorista acomodado en Londres

El suicida frustrado de Detroit llevó una vida tranquila en Londres entre 2005 y 2008, mientras estudiaba Ingeniería Mecánica en la prestigiosa University College London. El dinero de su padre, reputado banquero nigeriano, le alcanzó para costearse los estudios y vivir en un lujoso apartamento de la capital. Durante sus años de estudiante no destacó en las clases. Uno de sus compañeros le definía ante ‘The Independent on Sunday’ como un chico «no particularmente brillante». «Siempre hacía lo mínimo necesario en sus trabajos y sólo aparecía en las horas de clase». Sin embargo, su maestro Michael Rimmer lo veía como «el sueño de cualquier profesor: muy perspicaz, entusiasta y brillante». Rimmer también notó en él opiniones «un poco extremas».

EL DIARIO VASCO, 3/1/2010