EL MUNDO 08/01/15
· Tres encapuchados entraron en la sedede ‘Charlie Hebdo’, el semanario de las caricaturas de Mahoma, y dispararon a quemarropa contra los periodistas
· Tras asesinar a 12 personas, entre ellas el director, 4 dibujantes y dos policías, huyeron. El atacante más joven se entregó a la policía de madrugada
· Conmoción política en Europa y temor a que el atentado islamista sirva de refuerzo para los partidos xenófobos en Francia, Alemania y Reino Unido
Llegaron en un coche negro. Bajaron con pasamontañas, chalecos antibalas y armas de asalto. A las 11.30 horas, entraron por la fuerza en la sede parisina del semanario Charlie Hebdo y en pocos minutos dejaron 12 cadáveres y 11 heridos, cuatro de ellos muy graves. Con modos paramilitares, sin dudar, ni perdonar. Sin prisa. Con movimientos precisos y al grito de «Alá es grande» y «Vengamos al Profeta», tres encapuchados arrasaron ayer por la mañana una redacción irreverente y valiente en el corazón de Europa, arrancaron de cuajo el sueño de la razón de la República y dejaron conmocionada y muda a toda Francia.
La operación, rápida y de la que han quedado gráficos testimonios en vídeo, no buscaba asustar, sino destruir. Fue una carnicería, una masacre. Los encapuchados, que lograron escapar y al cierre de esta edición seguían sin ser detenidos, sabían cuándo, cómo y dónde atacar. El miércoles por la mañana, a la hora de la reunión de los 15 miembros del Consejo de Redacción, para tener a todas sus víctimas, por las que preguntaron por nombre y apellido. Aunque desconocían el interior del edificio y llegaron a entrar en un taller de costureras por error
Durante años, la revista publicó viñetas y parodias del islam, de Mahoma, de los musulmanes. Como hizo con los católicos y el Papa, el Gobierno, la política. Pese a las reacciones, las amenazas, los ataques anteriores a la propia sede. Pese a tener que llevar escolta y vivir con miedo para siempre. No se echaron atrás, no pidieron perdón ni cambiaron su forma de entender la libertad, y ayer fueron asesinados por ello.
Los atacantes sabían cómo actuar con rapidez. Y cómo huir del centro de la ciudad hasta perderse entre el tráfico. Acribillaron a los periodistas y a la primera patrulla de la Policía que acudió, la que precisamente tenía como misión proteger la revista. Un agente, identificado como Frank D., murió en las puertas del edificio. Al segundo, Ahmed Merabet, de 42 años, lo mataron en dos tiempos en medio de la calle. Las imágenes captadas por un testigo desde el tejado del bloque, donde unos pocos afortunados lograron refugiarse, son estremecedoras. El hombre, herido de un disparo en la pierna, se retuerce de dolor, levanta las manos rendido y pide clemencia. Los encapuchados, alejándose tranquilos unos pasos desde el coche con el que iban a escapar, tienen tiempo de acercarse al trote. Y sin pararse, sin pensar, casi sin mirar, lo rematan de un frío disparo en la cabeza.
En 2006, cuando Charlie Hebdo encabezó –junto al diario danés Jyllands-Posten– la defensa de la libertad de expresión, del derecho a ofender y a publicar lo que muchos no quieren que se diga, el mundo miró hacia otro lado. Cuando publicaron las caricaturas de Mahoma que desataron una ola de indignación en los países musulmanes, el mundo los dejó –los dejamos– solos, acusándolos de ir demasiado lejos, de poner en peligro a mucha gente por sus egos y su deseo de llamar la atención, por ser unos irresponsables.
Ayer, cientos de miles de personas en todo el planeta, líderes políticos, instituciones, dieron la cara. Pero fue demasiado tarde para los familiares de Stéphane Charbonnier, Charb, su director e incansable defensor del escándalo y del derecho supremo al mismo. Fue tarde e insuficiente para las familias de Cabu, Wolinski y Tignous, dibujantes gamberros y muy conocidos. Para la familia del economista Bernard Maris, miembro del consejo científico de Attac y del Banco Central de Francia. Para toda la familia de Charlie Hebdo, que durante más de cuatro décadas ha hecho reír a casi tantos como ha indignado. La hija de Wolinski, por la tarde, colgó una foto del estudio de su padre con un mensaje desgarrador: «Papá se ha ido, Wolinski no».
El presidente François Hollande fue ayer contundente. Llegó a la sede de la revista, en la calle Nicolas Appert, junto al bulevar Voltaire, y aseguró: «La República ha sido atacada». En un discurso sentido, definió a los fallecidos como «héroes de Francia», «muertos por la idea que tenían de este país y de la libertad», y declaró hoy jueves día de luto nacional. El Gobierno ha movilizado a todas las fuerzas policiales y elevado al máximo la seguridad, tras uno de los peores atentados de toda la historia del país.
A medianoche, la policía francesa había identificado ya a los sospechosos (no se descarta que haya más cómplices). Se trataría de tres varones de origen árabe, pero de nacionalidad francesa: Hamyd Mourad, de 18 años, y los hermanos Chérif y Said Kouachi, de 32 y 34 años respectivamente. Tras la masacre, dejaron su coche y robaron otro a punta de pistola, asegurando al propietario que eran miembros de «Al Qaeda en Yemen», según 20 Minutos. Al cierre de esta edición, según France Press, a lo largo de la madrugada cayó en manos de la policía el más joven de los yihadistas, tras una operación que tuvo su mayor despliegue en la ciudad de Reims, a 150 km. de París.
El ataque ha dejado a Francia en shock y con sensación de indefensión. Pero ha despertado también a buena parte de la sociedad civil. A las siete de la tarde, poco más de seis horas después de que se conociera la tragedia, más de 15.000 personas, llenaron la Plaza de la República, a unos cientos de metros de la redacción de Charlie Hebdo, para rendir homenaje a los fallecidos y clamar por la libertad de expresión. Los parisinos colapsaron la plaza y las calles aledañas, con carteles, pegatinas y mucho dolor. Como hacían, simultáneamente, 100.000 compatriotas por todo el Hexágono.
Con un silencio intenso, respetuoso. Un silencio de esos que duelen. En memoria de los periodistas, los dibujantes y los policías muertos a unos pocos pasos de allí. Con un gesto simbólico, el de miles de manos alzando al cielo bolígrafos y lápices. Durante media hora. Sin hablar. Sin llorar. Sin rendirse.
«Charlie, Charlie, Charlie». «Libertad, de expresión. Libertad, de expresión». Y amagos de una Marsellesa a capella rompían distraídos un mar de carteles y mensajes. Fue la de la capital una concentración sin portavoces, sin palco, ni protagonistas. Un acto con más esperanza que ira. «No tenemos miedo», gritaron desde el centro de la plaza un grupo de estudiantes. Y el eco resonó, sincero y sentido, en miles de gargantas.