Diríase que en la sociedad vasca ha penetrado profundamente una cultura empapada de los valores reaccionarios del nacionalismo y entreverada por el terror; una cultura que refleja la existencia de una extensa zona gris: «el espacio que separa a las víctimas de los perseguidores».
En el letargo del mes de agosto, pese a referirse a algo ya conocido o al menos largamente intuido, la noticia que transcriben las páginas de ABC estremece: «no se apoya a las víctimas en el País Vasco». La crónica alude, como no podía ser menos, a quienes han sufrido las consecuencias del terrorismo nacionalista, y recoge los resultados de una encuesta realizada por el equipo del Euskobarómetro, según los cuales aproximadamente la mitad de los españoles son de esa opinión. No es éste un dictamen fruto de la ignorancia o del tópico, ni tampoco de la pasión emocional, sino que más bien refleja una tozuda realidad avalada por la experiencia de muchas de las personas golpeadas por aquella violencia, e impasiblemente cuantificada por la sociología: en Euskadi hay un menor rechazo a ETA que en el conjunto de España y supera un tercio la proporción de ciudadanos que muestran un apoyo próximo o remoto a la banda terrorista; casi tres cuartas partes de la población creen que el gobierno debe negociar con ésta, aunque la mayoría condiciona tal política al abandono de las armas; y dos tercios se muestran proclives a excarcelar a los convictos por delitos de terrorismo. Diríase que en la sociedad vasca ha penetrado profundamente una cultura empapada de los valores reaccionarios del nacionalismo y entreverada por el terror; una cultura que refleja la existencia de una extensa zona gris.
Debemos este concepto -el de zona gris- a la penetrante capacidad analítica de Primo Levi. Él lo definió como «el espacio que separa a las víctimas de los perseguidores», un lugar «constelado de figuras torpes o patéticas», en todo caso seres humanos que sirven al poder totalitario con una disposición más o menos vigorosa, «teñida de infinitos matices y motivaciones: terror, seducción ideológica, imitación servil, miope deseo de poder, vileza e, incluso, cálculo lúcido». Los habitantes de la zona gris en el País Vasco también reflejan esta variedad de tonos. Están entre ellos quienes simplemente tienen miedo a expresarse públicamente, como aquella propietaria de un restaurante en Neguri que, después del estallido de un coche bomba en la proximidad de su establecimiento -el hecho tuvo lugar el 20 de abril de 2002-, al ser interrogada por un periodista radiofónico, a medida que las preguntas se deslizaban hacia el detalle de los acontecimientos, iba entrando progresivamente en los monosílabos, hasta que, no pudiendo más y trasluciendo su temor, con esa amabilidad de la que hacen gala los restauradores vascos, sólo era capaz de contestar con un «le voy a tener que dejar». O también la universitaria que le escribe a Gotzone Mora, su profesora que le «infunde esperanza y es un ejemplo de pundonor», para decirle: «he llorado por usted y me he sentido terriblemente frustrada por quedarme callada; …estamos llenos de miedo y eso nos duele mucho por dentro».
En la zona gris se expresan también los sentimientos encontrados de los que observan a las víctimas con espanto y compasión, y se alejan de ellas porque no pueden aceptar la sinrazón de su martirio. Tienen entumecida su conciencia hasta el punto en el que los acontecimientos se escurren sobre ella sin dejar ningún rastro, pues no saben afrontar el hecho de que alguien, siendo inocente, pueda recibir un castigo tan cruel como la muerte. Esta gente se autoengaña sobre las raíces y las consecuencias de la violencia terrorista, y trata de olvidarlo todo porque el olvido es también una estrategia para sobrevivir sin perder el juicio.
Hay asimismo habitantes de la zona gris que creen ciegamente en la culpabilidad intrínseca de los que no se sienten nacionalistas, justificando así su victimación. Fieles al dogma difundido por los seguidores del aranismo, violentos o no, consideran que esa culpabilidad se deriva de que aquellos no aceptan la existencia de un problema político entre el País Vasco y España. Y la prueba de la verdad de este axioma no es otra que la falsa creencia en que si no fuera de ese modo, si los que rechazan el nacionalismo lo reconocieran como válido, entonces el propio problema desaparecería porque se les daría la razón y, de paso, la independencia.
En fin, en el borde de la zona gris, con un pie en el lado de los asesinos, se encuentra una amplia variedad de individuos dispuestos a colaborar en la materialización del terror: delatores, chivatos, vigilantes, informadores. Y también los gestores del régimen de la violencia: los que le deben su puesto -naturalmente bien retribuido- o sus pingües negocios, surgidos al amparo de un extenso sistema burocrático que, como cualquier parásito, se aprovecha de las instituciones del autogobierno. Son los que, como ha acertado a describir José María Calleja, han descubierto lo lucrativa que puede llegar a ser «la síntesis del pistolón y el chuletón».
La geografía de la zona gris no tiene límites precisos; su extensión, dependiendo de la intensidad de la marea de violencia que la engendra, es variable, pues, como destaca Levi, a los individuos que se adscriben a ella les «ha pesado una situación límite» y «en realidad su comportamiento les ha sido férreamente impuesto». Por ello, según muestra la sociología empírica en nuestro caso, cuando el terrorismo cede en su presión como consecuencia de la lucha que tanto en el orden policial, como en el jurídico o el ideológico, desarrolla el Estado en su contra, esa geografía se minimiza, los islotes irreductibles en los que ETA encuentra apoyo se hacen cada vez más estrechos y la sensación de miedo se atempera, alargándose el sentimiento de libertad. Los que alguna vez habitaron la zona gris son así capaces de redimirse a sí mismos; en la permanente duda que, como seres humanos, sostienen entre el bien y el mal, deciden no rebasar la embocadura que conduce a la perversión, retroceden hacia nosotros y, como en una ocasión dijo Alexsandr Solzhenitsyn, quedan «al alcance de nuestra esperanza». No frustrar esa esperanza, ahora que el terrorismo se encuentra constreñido a un espacio muy angosto, es el condicionante principal que, a mi modo de ver, debe impregnar la acción política democrática en el momento actual. Quienes, en la inmediata contienda electoral, no importa si son populares o socialistas, aspiran a ser una alternativa al nacionalismo en el gobierno del País Vasco, no pueden olvidar, por ello, la sencilla lección que, en medio del dolor y de la tragedia, ante los cadáveres de nuestros familiares o amigos, rodeados de llanto, hemos aprendido en estos último años: la que nos dice que sólo la intransigencia con respecto a cualquier justificación o manifestación del terrorismo es una política válida; que tratar de contentar con paliativos a los nacionalistas de todo signo, sea forzando el ejercicio de unas competencias o admitiendo que los delincuentes etarras se inscriban en la universidad vasca o dilatando los procesos judiciales contra los insurrectos que, desde el Parlamento Vasco, niegan el poder del Estado, sólo sirve para retroceder; y que el respeto a las personas, a sus derechos individuales, a su libertad, ha de anteponerse, de manera radical, a cualquier supuesta aspiración colectiva fruto de los monstruosos sueños de quienes han hecho de la nación un tótem ante el que postrarse.
Mikel Buesa es catedrático de la Universidad Complutense de Madrid
Mikel Buesa, ABC, 28/8/2004