Lacrimosa

ABC 12/03/14
IGNACIO CAMACHO

· Las del 11-M son las víctimas menos lloradas de una nación con cuarenta años de experiencia en el sufrimiento terrorista

«PieJesusDomine dona eis requiem. Amem» (Del Réquiem de Mozart)

Se lo debemos. Después de diez años de cainismo sectario España tiene una deuda de reparación moral con las víctimas del 11M, preteridas en el fragor de una batalla de odios. Por el uso oportunista y sucio de su sangre vertida. Por el olvido o la manipulación de su dolor en medio de la larga espiral de rencores que se apoderó de la opinión pública apenas unas horas después del atentado. Por la profanación de su involuntario sacrificio en aras de un cálculo electoral mezquino primero y de una irresponsable conjetura después. Por la discordia civil desatada en su nombre y por el malsano aprovechamiento de su tributo de vidas. Por la agitación culpable de sus fantasmas, por las mentiras torticeras, por el respeto perdido, por la dignidad postergada de su memoria imprescindible.

Las del 11-M son las víctimas menos lloradas de la historia de una nación con cuarenta años de experiencia en el sufrimiento terrorista. El ruido y la furia no nos dejaron lugar para el llanto. Esa herida que es el verdadero fracaso social de aquel maldito día de lágrimas –«lacrimosa dies illa»– no va a curar con unas tiritas de hipocresía reconciliatoria. El funeral conjunto de ayer es un tardío paso adelante en la ritualización de la concordia, pero el clima polémico que continúa envolviendo la efeméride de la tragedia demuestra que la sociedad no ha dejado cicatrizar su encono. Falta autenticidad en esta escenificación oficial que no es más que un puñado de arena sobre la zanja de divisionismo abierta desde la misma mañana del crimen. No hay autocrítica ni arrepentimiento, y en esa atmósfera enfrentada de sospecha y reproches los muertos son apenas el fúnebre pretexto de una impía ceremonia de resentimiento retroactivo.

Este debate ya cansino oculta un profundo egoísmo social porque sólo lo podemos sostener los vivos. Porque era a nosotros a quienes importaba el resultado de aquellas elecciones. Para 192 personas la vida –el presente, el futuro, las ilusiones, la esperanza, todo– se paró a pocos metros de Atocha aquella mañana de marzo. Y lo que sucedió desde entonces sólo nos incumbe a los que no viajábamos en los trenes. Por eso no es aceptable este vacío moral en torno a los ausentes, cuya memoria lleva una década apartada en un limbo de ficticios miramientos y mal disimulado estorbo: diez años discutiendo a muertazos, tirándonos los cadáveres a la cara. Y sí, tenemos derecho a dudar, a reclamar explicaciones, a buscar un relato comprensible y veraz de los hechos, pero sigue estando pendiente el reconocimiento sincero y primordial de que nadie perdió más que quienes lo perdieron todo. Y de que en aquellos días dramáticos extraviamos la conciencia de que el terrorismo nos convierte a todos en víctimas para abismarnos en una miserable y vergonzosa disputa de supervivientes.