Ignacio Camacho-ABC
- Cantó es un actor competente al que un vértigo impulsivo impide aprender el manejo de los tiempos del oficio político
A Toni Cantó le ha puesto Ayuso un ‘chiringuito’. Eso es un hecho objetivo e incuestionable al margen de que a cada cual le caigan bien o mal ambos personajes. Si la presidenta quería darle un cargo al flamante fichaje podía haberlo nombrado director general de Teatro o responsable de algún ente relacionado con la cultura y los espectáculos, un sector que en Madrid tiene importancia suficiente para que el Gobierno regional se preocupe de cuidarlo. La idoneidad del actor para el cometido adjudicado, esa fantasmal Oficina del Español, resulta como mínimo dudosa, y el hecho mismo de haberle inventado el puesto ‘ad hoc’ deja un tufillo de innecesario oportunismo en la maniobra. Los llamados chiringuitos políticos, departamentos superfluos creados para colocar a fieles en la nómina administrativa, sufren muy mala fama y gobernantes como Ayuso deberían estar por encima de esa costumbre clientelista. Su éxito frente a la izquierda radica en que ha demostrado capacidad de hacer cosas distintas.
Cantó, al que uno recuerda como un excelente Laertes de ‘Hamlet’ en una producción de José Carlos Plaza hace más de treinta años, es un intérprete competente que aún no ha aprendido a manejar los tiempos del oficio político. Es un buen tipo al que le pierde su rapidez de gatillo y tiende a meterse en más líos de los que puede gestionar su carácter impulsivo. Le sobran virtudes parlamentarias pero en un hombre acostumbrado a los escenarios sorprende su falta de tablas para moverse en un ámbito donde todo el mundo adopta personalidades impostadas. Su pasión dialéctica carece de pausa; necesita que alguien de confianza le diga que no es imprescindible librar a la vez todas las batallas. Y sobre todo, que su ímpetu crítico se asiente por fin en algún sitio; por libre que sea su espíritu es muy chocante que se le hayan quedado estrechos tres partidos. Y en el cuarto ya lo miran con prejuicios temiendo que, como Laertes, también acabe arrepentido.
En todo caso, el nombramiento ha armado demasiado ruido para tratarse de una simple plaza subalterna, una mera anécdota que en modo alguno justifica la dimensión de la polémica. Si Ayuso sólo comete errores como ése, los madrileños están de enhorabuena. Sucede que tanto Cantó como ella se han convertido en iconos del rechazo de una izquierda que no soporta a quien le ofrezca resistencia y se niegue a plegarse a su complejo de superioridad intelectual y ética. Alguno de los que se han sumado al linchamiento debería taparse un poco por vergüenza de que le recuerden el episodio de cierta beca. En política, como en el arte dramático, conviene andarse con cuidado ante las sobreactuaciones que, como quedó patente en las elecciones de mayo, acaban por fortalecer al adversario. Y los últimos que deberían llamarse a escándalo son los que han hecho de cada parcela de poder un latifundio privado.