Para algunos Lampedusa hace referencia a una novela siciliana que conmovió a los lectores de la segunda mitad del siglo XX e incluso a una película magnífica en la que se baila un vals que forma parte de la historia del cine. Los tiempos cambian. Ahora Lampedusa es una pequeña isla de apenas 6.000 residentes y muchos miles de turistas, pero con la particularidad de estar mucho más cerca de Túnez que de Sicilia. En esa que fue un accidente geológico y que empezó a habitarse allá por mil ochocientos se plasma una de las cuestiones capitales de nuestro mundo. En un par de días llegaron más de 12.000 migrantes desde la costa africana.
Nosotros creemos estar viviendo en otro mundo, angustiados por un presidente en funciones desfachatado, una oposición que ha descubierto que la frivolidad no es patrimonio de la izquierda y que el debate en los medios señeros evoca las inenarrables discusiones que llevaron al ridículo a la 1ª República. Como lo nuestro va para largo, tratemos de mirar un poco más lejos. Hacia Lampedusa, por ejemplo. Las migraciones de masas es un fenómeno reciente. Lo que habíamos conocido hasta ahora no sobrepasaba la desbandada tras la derrota en la guerra civil y la tan olvidada emigración del hambre que despobló esa España que los influencers llaman “vaciada”.
Esto es otra cosa. Se podría decir que es la venganza de la colonización. Se extrajo mucho y se dejó muy poco, en ocasiones nada, pero eso ya pertenece a la retórica y es lo que consiente que hablar de migración masiva sea considerado un discurso reaccionario. La izquierda institucional lo tiene muy claro porque ni siquiera mira hacia ello, lo suyo ahora son las identidades irreconocibles. Cómo introducir la genética ideológica catalana o vasca en los que llegan y así hacerlos lo más parecido a ellos. Una variante de la colonización al revés; los convertimos desde nuestra casa sin necesidad de misioneros ni aventureros de fortuna. A falta de biblias, que también se les dan, lo importante es subvencionar a las correas de trasmisión.
Para la derecha más conservadora ese problema ni se menciona porque no es su problema; nadie va a tener la desfachatez de instalarles un campo de acogida en el barrio de Salamanca ni en Sarriá-San Gervasi. ¿Y por qué no?, pregunto mientras me miran perplejos. No se atreverían. Una cosa son los carriles bici y los patinetes, ese hallazgo ecológico, y otra hacer preguntas. Ser peatón hoy día es la condición ciudadana más despreciable; no produce nada, fuera de la mala leche.
La izquierda institucional lo tiene muy claro porque ni siquiera mira hacia ello, lo suyo ahora son las identidades irreconocibles
En lo que va de año han entrado en Italia 128.600 migrantes contabilizados –hay que subir a más de 200.000, sumando los irregulares-. La primera pregunta consistiría en saber cómo se integran en la sociedad tal cantidad de personas que han de comer, trabajar y moverse libremente, porque para eso han sorteado la muerte en ese tránsito. No se van de su país, huyen de lo insoportable. El sistema lo traga todo, aunque necesita tiempo; es la ventaja del capitalismo y no hay otra cosa. Existe la variante de capitalismo con partido único, que a veces resulta muy beneficioso para algunos y perjudicial para todos los demás. Esos que valoran a Pinochet por eso evitan recordar que Franco ya lo hizo antes y nos dejó un país que aún se está curando.
La primera ministra Meloni, representante genuina de la extrema derecha europea, está haciendo malabares para adaptarse a una realidad que la sobrepasa. O los 27 europeos, tan diferentes y a los que ella denostaba, encuentran fórmulas rápidas para abordar lo inevitable, las migraciones masivas, o el electorado irá basculando hacia posiciones cada vez más reaccionarias en la defensa de lo suyo, que acabarían barriéndola. ¿Saben que la Comunidad Europea lleva cuatro años sin cerrar un acuerdo del que lo único aceptado es el nombre, Pacto de Asilo y Migración?
La primera ministra Meloni, representante genuina de la extrema derecha europea, está haciendo malabares para adaptarse a una realidad que la sobrepasa.
Empeñados en sobrevivir en una burbuja, los partidos políticos españoles aún prefieren la pompa de jabón. Como en el vocabulario al uso se ha retirado el sintagma “clases trabajadoras”, uno tiene la impresión de que estamos entrando en el fin de la sociedad del trabajo. Un deseo generalizado que niega la evidencia del trabajo a destajo, las luchas anónimas y demás útiles que hacen marchar la civilización que conocemos. Con esos mimbres es meridianamente imposible hablar de incorporar las migraciones masivas. ¿Y entonces, qué piensan hacer? ¿Todos camareros discontinuos?
Inyectar millones a los poderes corruptos de las antiguas colonias esquilmadas para que sean ellos los que detengan la avalancha, levantar fronteras armadas, crear campos de concentración…y proseguir con el negocio. Singular el acercamiento de posiciones entre la izquierda institucional y la extrema derecha. Ambas coinciden en que las migraciones masivas son cosa del otro y que lo trascendental en este momento son las identidades, las parroquias ideológicas. Su sueño húmedo es el federalismo, algo que enternece tanto como los viejos fueros o las leyendas medievales.
El pasado sábado Marine Le Pen propuso en un mitin en la región de Gard, del que nosotros ni nos hemos enterado, una Declaración de los Pueblos y las Naciones. El equivalente a nuestro Puigdemont, Mateo Salvini, líder de la Liga Norte, compartió mitin y exaltó el federalismo frente a la jungla burocrática de la Comunidad Europea. Las migraciones masivas amenazan la civilización de los analfabetos asentados.
En una sociedad normal y muy sufrida tendríamos que abrir ese debate marrullero. Sería eficiente para irnos adaptando a cuestiones que ya están afectando, aunque no las mencionemos, a las pensiones, a los sindicatos y a la concepción del trabajo. Lo habitual es referirse al ocio, esa brecha todopoderosa del mercado, como si se dibujara un futuro inmediato de disfrutones. Alguien tendrá que trabajar. No siento el embeleco por Josep Pla, ahora maestro de la inteligencia pospandémica, pero reconozco la pertinencia de su pregunta cuando llegó a Nueva York y contempló el derroche de luz de la Quinta Avenida. “¿Y esto quién lo paga?” Conociendo su obra y su trayectoria no era de los que daba respuestas a lo evidente.
Las migraciones masivas amenazan la civilización de los analfabetos asentados
Bajo el señuelo de “todos funcionarios” se puede seguir en la burbuja, incluso en la pompa de jabón, pero cuando estalle sin fanfarrias ni grandes ruidos, volveremos a oír idénticas palabras a los mismos que alimentaron identidades, culturas propias, lenguas amenazadas y demás golosinas. Quizá lo peor, mientras nos vamos al carajo, consiste en escuchar que el jefe de la banda de músicos diga con voz ansiosa: no pasa nada, sigamos a lo nuestro.